Ángela Becerra: deliciosamente mala

Ángela Becerra se precia de haber sido la inventora del “idealismo mágico” y del “dualismo impúdico”. Me atrevo, modestamente, a disentir: en realidad ella es la gran inventora de “trascendentalismo cursi”.

No soy propiamente un “becerrólogo” autorizado pero considero que en Lo que le falta al tiempo, su última novela, el “trascendentalismo cursi” ha llegado a su máxima expresión. Allí no sólo se puede leer sino también se puede ver: viene con fotos. Como la trama de la novela ocurre en Paris, en las primeras páginas de la novela hay, como lo habrás imaginado, inteligente lector, ¡una foto de Ángela Becerra en Paris! Ángela Becerra en Shakespeare and Company; Ángela Becerra en el Pont Neuf; Ángela Becerra muy sería y descalza –la simbología no es gratuita: lo sabremos a su debido tiempo- leyendo en una calle adoquinada y, lo mejor de lo mejor: Ángela Becerra sonriente y detrás suyo nada menos que el Arco del triunfo.

Como fácilmente se infiere de esas imágenes el “trascendentalismo cursi” es una cursilería que aspira a tener un estatus intelectual sin dejar de ser cursilería. Almodóvar, por ejemplo, es cursi pero se burla de lo cursi, es decir, lo transforma. Ángela Becerra quiere ser tomada en serio, quiere ser considerada una escritora importante, pero no abandona su cursilería, ni la cuestiona: es una cursi solemne; más seria que un cuadro de Guayasamín. Además, bastante anacrónica: ¿hace cuánto que Paris dejó de ser el centro de la cultura?

Pasemos a la historia y las palabras que en nada desentonan: aquí la cursilería es parejita, nunca decae. Mazarine, una joven estudiante de pintura que vive sola en el Barrio Latino –o sea: una pobre huerfanita- quiere recibir clases de Cádiz, “un genio de la pintura” del que no queda claro porque es un genio. Aunque es mejor no averiguarlo porque se corre el riesgo de que nos manoseen la psiquis: “Sus cuadros eran un grito de provocación distante y a la vez intimidatorio. Parecía deleitarse manoseando la psiquis del observador hasta extraerle los deseos más escondidos”. Pero hay más: el supuesto genio de la pintura no sabe pintar pies –esa es su secreta debilidad, su talón de Aquiles- y adivinen ¿quién le va a enseñar?, ¿quién pasará de alumna a profesora por obra y gracia de la dialéctica del “dualismo impúdico”? Nazarine y Cádiz no sólo se flechan: terminarán pintando a cuatro manos en un rapto de éxtasis y delirio creativo. La perfección total gracias a los pies. Es que los pies son claves en esta obra. Hay un momento epifánico en el que Mazarine toma la decisión de no volver a usar zapatos para “vivir un Paris jamás sentido”. ¿Cómo no se nos había ocurrido? (Un paréntesis: ¿de donde sacará Ángela Becerra esos nombres inigualables de sus personajes?)

Por supuesto, Cádiz está casado con una reportera –del New York Times: Ángela Becerra aspira siempre a un gran nivel intelectual y no se contenta con cualquier periodicucho colombiano- con quien se conoció en Paris en el convulsionado mayo del 68 y cuya descripción constituye uno de los puntos más altos del “trascendentalismo cursi”.

¿Un trío amoroso? ¿Una historia de infidelidad? Para nada, esto es apenas el comienzo. Mazarine esconde en su casa un secreto “que puede cambiar el curso del arte” y será perseguida por un siniestro personaje, “miembro de una misteriosa secta medieval” que “convertirá su vida en una pesadilla”. Lo que le falta al tiempo, logrará la hazaña de reunir lo que hasta ahora ningún escritor había conseguido reunir: el “trascendentalismo cursi” y el thriller histórico. No es difícil vaticinarlo, el peor Hollywood está en su camino porque Ángela Becerra no sólo es mala: es deliciosamente mala.

Réquiem por el cinematógrafo

I
El tiempo, implacablemente se lo está llevando todo. Vivimos de la saüdade -añoranza-. Hablaba con un amigo uruguayo, Enrique Vidal, en un populoso café de Santafé de Bogotá: Che, -me decía- en Montevideo, nos está matando la nostalgia... todo son recuerdos". Le daba una larga chupada a su "pitillo", y con esa cariñosa fraternidad de los hombres del Sur añadía: "Mira, vos vas caminando por el centro de la ciudad, de pronto te detenés y le decis a tu amigo: Te acordás hermano, justamente aquí quedaba el boliche del negro Suárez. ¡Ah! qué tiempos... Qué conversaciones: después del fútbol... el petizo Campos, era el más apasionado... ¿Dónde se han ido todos? ... ¿Qué fue del antiguo almacén de los Rosas? ¡Todo son recuerdos, hermano! y entornaba sus negros ojos, llevandose una mano a sus plateados cabellos en actitud abatida.
Yo pienso que no es sólo en Montevideo. Aquí en La Ceja del Tambo muchos estamos poseídos por el "Filín", como dicen en Cuba -sentimiento nostálgico- que da evocar las cosas perdidas. e cine es una de ellas. Siempre el cinematógrafo ocupó un lugar muy importante en la cotidianidad de los pueblos; allí en el viejo Teatro Aranzazu -demolido ya, hoy funciona un pasaje comercial- asistimos toda una generación de cinéfilos. Todavía en un lugar recóndito de la memoria se escucha el lema musical que poco antes de la función silbábamos despreocupadamente. Se podróa hacer todo un estudio sociológico de los asistentes a la sala, podría decirse que las filas estaban jerarquizadas: en unas sillas se sentaban las señoras, con aire de solemnidad al lado de sus maridos que apenas les susurraban tímidamente al oído. En otras, los señores de edad con rostro severo observaban la algarabía de algún muchacho en la sala. Había también tenderos, prestamistas, peluqueros, que lloraban emocionados con María Félix; compungidos enamorados que gravemente ocupaban un extremo de la platea, avergonzados de su inesperada soledad; ruborizadas adolescentes que miraban pudorosamente al chico que las atraía; alegres mocetones deseosos de volver el rostro de Lucha Villa, Flor Silvestre, o el blanco caballo de Antonio Aguilar atravesando la vasta llanura. De pronto todo se oscurecía y el rugido del león de la Metro Goldwyn Meyer llenaba el espacio. Era el emocionante comienzo de la proyección y la linterna mágica se encendía iluminando nuestros mejores sueños.

II

Ir a social- matiné o vespertina los domingos era para los cejeños ua de las diversiones preferidas. El cinematógrafo consolidaba noviazgos, limaba asperezas entre los enamorados; nos daba tema de conversación para nuestras tertulias donde para contar una película se requería de una gran capacidad histriónica, de una especial habilidad para revivir las escenas de suspenso del filmy mantener en vilo el auditorio. Al cinematógrafo íbamos en busca de uestros mejores sueños, hacíamos nuestras propias proyecciones en los personajes, era así como nos identificabamos plenamente con la forma de ser alegre, descomplicada y romántica de Palito Ortega en "Un muchacho como yo"; nos sentíamos más seductores y con una irremediable vocación trágica por la vida a la salida de "Gitano" con ese ídolo que fue Sandro de América. ¡Ah! y esas bellas películas de adolescentes, de la península ibérica que nos mantenían pegados a la silla, en esa tensión dramática casi al borde de la lágrima ¿Os acordais de "Adiós cigüeña adiós", "El bebe que nos dejó la cigüeña"...esa pandilla de 'chavales' animada por "el curro", el más chico, pelirrojo, lleno de pecas? Tengo las imágenes de ese mar borrascoso, que en una noche tempestuosa dejó huérfano para siempre al chico de "El Cristo del océano", y el bello paisaje en los acactilados, donde un bondadoso hombre caminaba, con sus pies desnudos por la blanca playa en busca del madero; ese fue nuestro acercamiento más conmovedor al Jesús que anduvo en la mar, fue una conversación intimista con Él.
Gozábamos como enanos con Mario Moreno "Cantinflas" en "El Profe" y "Ahí está el detalle". Inolvidable aquel hombrecito de jerga pintoresca, galante con las mujeres bonitas, paladín de la justicia; fueron nuestros primeros coqueteos con la irreverencia y la risa, era como una forma de carnavalizarlo todo. Stan Laurel y Oliver Hardy, "El gordo y el flaco", con su aparatosa comicidad -sobre todo la cara de imbécil de de Stan laurel y su infinita torpeza- nos depararon verdaderos banquetes de risa. "El gendarme se pasea", del excelente Louis de Funés, que extenuaba después de dos horas de convulsionar de risa en la silla; y por supuesto, las insólitas aventuras, y su siempre conmovedora ternura, del genial vagabundo, que se perpetuó en nuestro recuerdo de bombín, bastón, bigotito y enormes zapatos, y ese, su característico caminado hamacado, tragandose los polvorientos caminos.

III
La tercera parte de esta crónica la encontrará en el blog Biblioteca Digital La Ceja: Revista "El Cocuyo" Nº 24 de Agosto 1992, página 25.