Una ética para el bien común

En Colombia estamos copiando un comportamiento social carente de valores y normas. Este comportamiento está basado en una ética pragmática, acomodaticia, individualista y circunstancial, origina problemas sociales y políticos de hondas repercusiones nacionales.
Cuando se actuaba de acuerdo a unos valores y normas orientados hacia el bien común, teníamos una conciencia social que nos permitía clasificar los actos en morales e inmorales. Hoy, ese vacío ético nos ha llevado a tener una conciencia amoral, es decir, una conciencia en donde ya no hay actos inmorales sino actos amorales. Antes actuábamos de acuerdo a una ética cristiana, pero ésta está siendo sustituida por una ética supeditada a las circunstancias. Así, si un concejal se roba 42 millones de pesos y luego los devuelve, de acuerdo con la ética actual, sigue siendo tan honorable como antes.
No podemos concebir el hecho de una sociedad regida únicamente por intereses. Esto sería como convertir la sociedad en u gran mercado. Y aún así, ese mercado necesitaría el complemento del derecho basado en una ética que busque el bien común. Una ética que haga del ser humano el custodio de la continuidad de la vida y no un simple saqueador oportunista durante el corto instante de su vida.
Una ética que nos saque del anarquismo disolvente de los instintos; causa del actual agotamiento espiritual. Hoy los excesos de las fiestas y jolgorios con toda clase de drogas son la muestra del agotamiento espiritual que busca el placer para llenar el vacío espiritual.
La competitividad social y el declive espiritual y ético nos ha traído un cambio radical de un sistema moral de valores por un sistema moral de intereses. En el fondo de este cambio ha predominado el individualismo egoísta que nos conduce al caos social.
El libertinaje en que vivimos hoy, la decadencia de la responsabilidad civil, la falta de las responsabilidades interpersonales y, en general, el debilitamiento de la solidaridad humana nos está confirmando la necesidad de adoptar una ética para el bien común, sin ella, nunca podremos alcanzar la anhelada paz social.

Un capitalismo social y ecológico

El comunismo murió, y su muerte fue causada por el rotundo fracaso de su filosofía materialista que le permitía al Estado pisotear al hombre. Un Estado manejado por una camarilla gubernamental que quiso hacer del hombre un simple instrumento del desarrollo. Hoy sabemos que esa filosofía sólo trajo pobreza, desolación y anarquía a todos los pueblos que la adoptaron.
Acabada la guerra fría por la muerte del comunismo, sólo queda en el panorama mundial el sistema capitalista. El capitalismo, mediante la libre empresa, ha obtenido los más grandes avances socio-económicos en el mundo. Sin embargo, ese capitalismo, con la muerte del comunismo, puede sufrir una mutación para convertirse en un capitalismo felino que vuelva a hacer del hombre un simple instrumento del desarrollo.
Hay que tenerle miedo a un capitalismo desalmado e incontrolado, para el cual el dinero sea el supremo bien; a un capitalismo que, al igual que el comunismo, sólo busque por cualquier método el todo poderoso progreso, y adopte sus estrictos preceptos; “siempre más, siempre mejor, siempre más rápido” sin importarle los efectos inhumanos. Ese capitalismo crea unos desequilibrios sociales incontrolables, que envenenan las mismas fuentes de la solidaridad social.
Otra de las consecuencias que trae los excesos para obtener el “supremo bien” entronizado por el capitalismo felino, en el deterioro del medio ambiente.
El progreso económico como finalidad en sí mismo puede irse contra la misma vida humana. Por ello es necesario una sabiduría que limite la ciencia; una energía espiritual que mantenga bajo control los riesgos de una eficiente tecnología, y una limitación ecológica en la industrialización que preserve el medio ambiente para la vida humana.
Ya se sabe de fenómenos como el efecto invernadero; el agujero en la capa de ozono, las mutaciones climáticas, los residuos contaminantes etc, etc; fenómenos que son la consecuencia de unas técnicas incontroladas. El filósofo Friedrich Schlogel dice que la actual sociedad de progreso se dirige hacia la autodestrucción.
El desarrollo hay que buscarlo mediante una economía de mercado, pero dentro de una filosofía que no convierte el progreso técnico en un valor absoluto; mediante un sistema capitalista de corte social y ecológico en el cual se busque un equilibrio entre los intereses del capital con los intereses sociales y ecológicos.
La decencia, la ayuda mutua, la honestidad y la justicia social deben ser virtudes básicas del capitalismo post-comunista.

En qué está el futuro de Antioquia?

Cuando discutimos las distintas variables que pueden dar respuesta a esta pregunta, algunos decían que el futuro de Antioquia estaba en la minería; otros que en el sector agropecuario; algunos otros que en la industria manufacturera, etc., etc. Sin embargo, después de un largo análisis la conclusión fue unánime: la pregunta sólo tiene una respuesta verdadera y es que el futuro de Antioquia esta única y exclusivamente en el HOMBRE.
Todos sabemos que son tres los factores que intervienen en la producción: tierra, capital y trabajo. De estos tres factores el principal, el esencial, el indispensable para cualquier producción o proceso, es el trabajo; los otros dos son simples instrumentos. Por lo tanto, es el hombre el que determina qué se produce, y cuando y cómo se produce. Porque: ¿Quién es el que produce?¿Quién es el que crea? ¿El capital? ¿La tierra? No sólo crea, sólo produce el HOMBRE.
El futuro de Antioquia está en ese mismo hombre de espíritu fuerte, emprendedor, soñador y honesto que ejercía el liderazgo en Colombia, y que hoy se encuentra prácticamente marginado debido al proceso de degradación humana que estamos sufriendo.
Hoy cuando hay ausencia de virtudes; cuando todos los caminos son buenos para obtener el lucro personal; cuando el éxito del hombre se mide únicamente en términos monetarios; cuando los dirigentes sobreponen el bien particular al bien general o social, Antioquia tiene que tratar, por todos los medios posibles, de rescatar su mayor patrimonio que es el “hombre antioqueño”. No olvidemos que la grandeza de Antioquia ha sido y será la grandeza de su raza.
Como decía el poeta Jorge Robledo Ortiz, cuando hay tempestad sobre la cumbre; cuando esa tempestad amenaza a todos los hijos de nuestra querida patria, las enseñanzas a nuestros hijos han de tener estatura de montaña para no tener que huir cobardemente.

El secuestro: Crimen atroz

El secuestro es, sin duda alguna, el más abominable y el más ruin de los delitos; es un crimen que tortura despiadadamente a la víctima y a sus familiares, tortura física y sicológica que se hace fríamente calculada, día a día, noche a noche, gota a gota, con el más refinado cinismo. Tortura que deja en la víctima, cuando sale con vida del suplicio, un trauma sicológico imborrable.

El secuestro es un crimen humillante pues, además de someter a la persona a la voluntad del criminal, en él se sufre la humillación del condenado a muerte que, con el dogal al cuello, no aspira a más que un poco de misericordia.

En el secuestro se padece la más larga agonía; agonía que sufren por igual la víctima y sus familiares.

Y es más: el secuestro es un acto terrorista que, como tal, le hace un gravísimo daño al cuerpo social. Razón por la cual este crimen además de buscar fines económicos, busca fines políticos en la lucha para la desestabilización del sistema. Como acto terrorista tiene una repercusión socio-económica desastrosa: el secuestro ahuyenta la inversión y la disminución de la inversión aumenta el desempleo, y disminuye la producción. El aumento del desempleo genera más violencia. Así se establece un círculo de horror y crimen que envuelve a toda la sociedad. En resumen, el secuestro es un cáncer que destruye el cuerpo social, atacando violentamente una cuantas células.

Este horroroso crimen que irrumpió en Colombia en la década de los setenta se ha multiplicado en forma alarmante, tal como lo comprueban las siguientes cifras: en 1987 secuestraron 248 personas, en el 88 a 683, en el 90 a 12000, y en el 91 a 1413. Esto nos indica que en los últimos cinco años el número de personas secuestradas anualmente se ha quintuplicado. Fenómeno único en el mundo ¡Qué horror!

Para que un crimen se multiplique en la forma como lo ha hecho el secuestro en Colombia, tienen que haberse dado algunas condiciones muy especiales para ello. Efectivamente, son muchos los factores que han contribuido a formar el clima propicio para la multiplicación del secuestro. Algunos de ellos son:

Encontró unos dirigentes políticos y sociales completamente envilecidos cuyas metas sólo han mirado hacia el dinero y el poder. Para ellos los problemas como el secuestro, poco han importado.

Encontró una democracia anarquizada, con unos gobiernos que han descuidado completamente los crímenes que no tienen que ver con las drogas. Gobiernos que han actuado como simples testigos impotentes.
Encontró unas fuerzas de seguridad totalmente impreparadas para controlar esta nueva modalidad delictiva. Razón por la cual de diez personas secuestradas, la fuerza pública libera sólo una; a las otras nueve sólo les queda la alternativa de pagar por su libertad o morir.

Encontró una sociedad que, además de estar en un estado de total indefensión, está envuelta en una cultura hedonista que la mantiene desunida y en una precaria sensibilidad frente al secuestro. Una sociedad que parece haber perdido su capacidad de reacción ante la monstruosidad del secuestro; una sociedad que tirita de miedo, pero no reacciona porque parece ser que el silencio de sus dirigentes le haya indicado que tiene que admitir ese flagelo en la vida nacional. Una sociedad acobardada y cobarde que no denuncia la mayoría de los secuestros, unas veces por temor a las represalias, y otras, por desconfianza a los mismos cuerpos de seguridad.
¿Hasta cuando será la vida humana una mercancía de negocio en nuestro país?
¿Hasta cuando el secuestro, el chantaje y la extorsión seguirán constituyendo las vías toleradas de enriquecimiento en nuestro país?
Cuando se escribe alertando a la sociedad, al gobierno y, en general, a los dirigentes políticos y sociales sobre el pavoroso estado de degradación y desprecio de la vida humana, parece que se pierde todo esfuerzo pues hay cierta indefinida tolerancia o desidia para atacar el más cruel de todos los crímenes como lo es el secuestro.
Si la libertad es el mayor bien que se nos ha sido dado a los hombres, hay que tratar de crear una conciencia nacional que la garantice; una conciencia nacional que repudie con todas sus fuerzas y por todos los medios a su alcance el más atroz de todos los delitos: el secuestro.

El Imperio del Becerro de Oro

Cuando se observan todos los fenómenos que muestran y demuestran la crisis social que sufre Colombia, es de primordial importancia averiguar cuáles han sido sus causas, para poder encontrar la correcta salida a esa difícil situación.
En el año de 1981 expuse la tesis del “becerro de oro” como causa de la anarquía social; y, teniendo en cuenta que hoy, el funesto ídolo tiene totalmente consolidado su imperio, estimo conveniente volver a meditar sobre el tema.
En la Sagrada Biblia (Éxodo 32) se lee que cuando Moisés bajó del monte, trayendo en sus manos las tablas de la les, encontró que su pueblo había fabricado un becerro de oro al cual adoraban como si fuera el Dios de los israelitas. Finaliza el relato diciendo que “en efecto, el señor castigó al pueblo por el crimen del becerro, que Aarón les hizo” (Éxodo 32, 25). Este relato confirma que la adoración del “becerro de oro” por el pueblo israelita fue considerada por el señor como un crimen. Y en efecto es un crimen, pues el pueblo que entroniza al “becerro de oro” como a su Dios, destruye al hombre integral, es decir, al hombre compuesto de materia y espíritu. Al espíritu lo va desgastando hasta devorarlo totalmente; al cuerpo lo hincha con la pus de los vicios.
También es un crimen porque la adoración al “becerro” trae como consecuencia una inversión de todos los valores: ya la honestidad, la sinceridad, la dignidad, el honor, la responsabilidad, la delicadeza, no son virtudes para quien adore al “becerro”; en cambio la avaricia, la envidia, el egoísmo, la rapiña y, en general, todo lo que vaya en contra de la solidaridad humana, se convierte en virtudes propias del culto al “becerro”.
Es un crimen porque se destruyen los valores espirituales, los morales, los cívicos y los intelectuales. Todos ellos son reemplazados por los que constituye el summun de la filosofía del becerro: poseer.
La entronización del “becerro de roro” es la entronización de la omnipotencia, la omnipresencia y la omniconveniencia del dinero, y donde el dinero tiene esos poderes no puede haber justicia ni moral ni orden social: la anarquía es total.
El “becerro” desboca la ambición desmedida del hombre; ambición que lo lleva a la crueldad y a una codicia que le produce una sed, un ansia de dinero, semejante a la sed producida por un estado febril: a más fiebre, más sed; a más sed, más fiebre. En el imperio del becerro, el fenómeno es así: a más oro, más sed de riqueza; a más riqueza, más sed de oro. Esta sed de oro, esta execrable codicia, produce en el hombre la grave enfermedad de la antropofagia, y es entonces cuando se convierte en un peligroso felino que sólo obedece la ley de la selva y siembra el terror por todas partes. Ya no podrá haber confianza ni seguridad, ni paz. Se instituye una guerra del hombre contra el hombre, del hombre contra la naturaleza y del hombre contra la misma sociedad; todo por ir en pos del “becerro de oro” sin limitación alguna de los medios para ello.
El “becerro” esparce un vaho que adormece la sensibilidad humana; que descaracteriza por completo al hombre y lo convierte en un siervo del dinero. Es un vaho que contamina todo el ambiente y sume a la sociedad dentro de una verdadera miseria humana. Es un vaho que destruye el valor civil, y, como consecuencia, acarrea la destrucción de la democracia.
Preguntará el lector: ¿Y quién entronizó el “becerro de oro” en nuestra querida Colombia? El “becerro” lo entronizaron nuestros dirigentes, siendo la clase política la que más contribuyó a ello, al confundir el poder con una mina.
Y no podía ser otra clase diferente a los dirigentes, pues son éstos los que establecen o señalan la ruta que debe seguir el pueblo. Por ello es por lo que los principios, las ideas y los criterios de los dirigentes son determinantes en la vida social de la comunidad. Así: si los dirigentes políticos son unos anarquistas que subestiman los principios morales que actúan en busca de un propio bienestar, el pueblo que dirigen, necesariamente, se anarquizará; si los dirigentes políticos adoran el becerro, el pueblo también lo adorará. Esa es la gran responsabilidad de los dirigentes políticos. Ellos son los guías que pueden llevar al pueblo por un buen camino o arrojarlo hacia el abismo junto con ellos.
Cuando en Colombia los dirigentes políticos subestimaron los principios y abandonaron la moral para defender solamente sus intereses, el becerro subió al altar, y fue entonces cuando los dirigentes sufrieron una mutación que los convirtió en unos simples mercenarios de contratos, puestos de trabajo y auxilios. Todo se redujo a un negocio: se negocia las ideas, los principios y hasta la misma vida humana. Ya el poder dejó de ser una honra para convertirse en un negocio; la política dejó de ser el arte de conducir el estado y se convirtió en una profesión para la cual no se considera necesaria ninguna preparación diferente a la astucia, la habilidad y la hipocresía necesaria para negociar dentro de un marco de amoralidad que le permite utilizar toda clase de medios.
El vaho del becerro tiene anestesiada la sociedad colombiana, razón por la cual perdió toda capacidad de reacción ante los negocios de los políticos: que se robaron a Caldas, que se robaron el Chocó, Bolívar; que se robaron las licoreras; que Colpuertos, las aduanas, etc., y la sociedad no se inmuta pues sabe que estamos en el imperio del “becerro”. Hechos tan graves y tan grotescos como la denuncia de un senador de la República en la cual acusa a otro senador de haber robado a la licorera, y éste en su descargo afirma que aquel robó los dineros de las obras públicas. Como quien dice: ¡Yo robé! Pero usted, ¡también robó! Y aquí no ha pasado nada. Todo eso es noticia de un día que pronto se olvida. El vaho opaca todo, no deja hacer claridad... es el triunfo del “becerro”.
Que para ser alcalde de una ciudad haya que invertir cientos de millones de pesos, nos indica que la política está convertida en un negocio, y que el poder se considera una mina. O si no ¿Cómo explicar esas inversiones para alcalde, representante, senador o concejal?
Los partidos políticos tradicionales abandonaron sus principios, los quemaron frente al altar del “becerro”, razón por la cual perdieron su identidad y se convirtieron en una montonera amorfa de compadres que sólo buscan el usufructo del poder. Son partidos que no defienden ideología alguna. Y lo peor de todo fue el hecho de haber situado sus intereses por encima de los intereses de la patria.
En el “imperio del becerro” el empresario privado también sufre una metamorfosis que lo transforma totalmente: al empresario honesto, responsable, humanitario, creador de riqueza y cumplidor de sus obligaciones sociales, lo convierte en el capitalista financiero, calculador, egoísta y rapaz, que no crea riqueza sino que la arrebata y que, para ello, no tiene limitación de medios. La prinipal característica de este tipo de dirigente económico se muestra en su venalidad de aventurero que va en pos del “becerro” a cualquier precio. Cuando no imperaba el “becerro” a este tipo de empresario se le denominaba usurero o logrero y se le trataba como un desecho social. Se le consideraba como un parásito social, ya que no crea sino que succiona la savia producida por los demás. Llegó la época de “haga plata con la plata” y vuelve a surgir el dios Midas en el espíritu del becerro.
En este imperio del becerro el mejor empresario es el que más utilidades monetarias rinda. No importa si actúa astuta, solapada y despiadadamente en contra de la sociedad. En esta lucha, no or vivir más, si por ganar el oro, el capitalista financiero sustituyó al capitalista productivo, y entonces, el hombre se fue contra el hombre y contra la misma naturaleza en una guerra sin cuartel en busca de los beneficios que pueda concederle el “becerro de oro”. Cuando ya una sociedad está completamente alienada por el dinero, el desprecio por la ley y por la autoridad gubernamental se generaliza. Esto trae como consecuencia lógica un aumento de la criminalidad seguida de una anarquía infernal. Se cumple lo dicho por el sociólogo HADES cuando pregunta: ¿”después del reinado del dinero qué ocurre? La respuesta es muy sencilla: El reinado de la sangre”.
El crimen que se comete al entronizar el dinero de oro es horroroso, pues no sólo desintegra al hombre sino que destruye la cultura del pueblo que lo adora para imponer la cultura hedonista del consumo.
En esa cultura ya deja de ser válida la duda metódica de Descartes, cuando dice: “Pienso, luego existo”, y es reemplazada por el “consumo, luego existo”. En la cultura impuesta por el becerro, el hombre busca el place r como la única finalidad de la vida.
Impuesta la filosofía del placer, necesariamente se llega a la sociedad de consumo para así quedar consolidado el imperio del “becerro de oro”. En ese imperio, al hombre se le despierta un deseo ilimitado de consumir y consumir para lo cual requiere de más y más dinero. Así establece el círculo vicioso del consumo, y la sociedad queda prácticamente esclavizada.
El consumo indiscriminado y exagerado o sea el consumismo, es un fenómeno sociológico qué, generalmente, se quiere explicar como una simple dependencia del curso de la economía. El consumismo denominado por el Papa Pablo VI como “el frenesí del consumo” genera problemas sociales muy complejos. Ese consumidor por simple vanidad y, en fin, ese consumir por consumir; ese consumir por llenar el tiempo; ese consumir sin necesidad, no satisfacerá nunca al hombre, ya que éste siempre querrá tener más para consumir más hasta llegar al desengaño, a la preocupación y el agobio que le muestran el error de descuidar el desarrollo espiritual.
En una sociedad como la colombiana que carece de las facultades para hacer del consumo un acto más equilibrado, que armonice con sus necesidades y posibilidades, el “frenesí del consumo” constituye una fuerte barrera que se opone a su desarrollo socio-económico.
Debido al avance de los medios de comunicación las sociedades pobres o en vía de desarrollo están en un estrecho contacto con los hábitos de vida de los países más avanzados. Ese continuo contacto con los países ricos estimula el esnobismo, el consumo ostensible y la adopción de patrones de consumo muy elevados que no guardan relación con la producción ni con el ingreso. En el caso colombiano esa adopción de patrones extranjeros ha tenido una mala asimilación y nos ha perjudicado no sólo en nuestra economía sino también, y esto es lo peor de todo, en nuestra cultura. Ya se está perdiendo nuestra propia identidad cultural.
Los medios de comunicación están patrocinando una cultura imitativa y, como tal, extraña y ajena; una cultura que le rinde culto al placer reconsumir; una cultura hedonista de comida, vestido, sexo y droga. Esa cultura imitativa, esnobista, muestra la falta de carácter y de personalidad propios de la sociedad de consumo.
SE está copiando los excesos de las sociedades ricas, sin tener en cuenta que esos excesos son los que están generando agudas crisis sociales en esas sociedades; sin tener en cuenta que los hábitos de vida de esas sociedades de consumo que queremos imitar, son los que han llevado al hombre a un punto de degradación moral e intelectual necesario para encarar todos los vicios.
Si usted, señor lector, analiza un poco los programas de la televisión colombiana, comprobará fácilmente las afirmaciones anteriores. Por ejemplo en nuestro canal, en el Nº 5 el de los antioqueños, el del pueblo de gran carácter y fina personalidad, en los programas musicales sólo se presenta música popular extranjera. Para presentar las canciones, se habla un poco en español y el resto en inglés. El idioma español ya les parece muy cursi. La música nuestra, lo mismo. Sólo se oye la música que requiere de juego de luces, fumarolas de vapor y una buena dosis de droga para soportar su monotonía y volumen.
En ese mismo canal se ven algunas propagandas de prendas de vestir cuyos modelos se vanaglorian simulando los ademanes y gestos del drogadicto.
Hoy se puede decir que, gracias a la televisión, Colombia está copiando los excesos de las sociedades de consumo y está perdiendo su identidad cultural.
Es necesario frenar el “frenesí del consumo” para evitar la ruina moral y material de nuestro pueblo; en otras palabras, para librarlo del nuevo conquistador: el becerro de oro.