La tienda de Camilito

La tienda del finado camilito no es una tienda cualquiera, es nada menos que el punto de referencia y ubicación en nomenclatura más precisa para quien sea de La Ceja o con ella tenga algo qué ver. No es sólo la tienda, es la esquina de Camilito y la calle de Camilito: “Vea, eso queda de camilito para allá tres cuadras y media”, “Subamos por donde Camilito...”; “Sabe qué, coja de Camilito p’arriba hasta la Escuela de los Maestros”.
Como miscelánea, no tiene que envidiar a otras si las hay. Si su caso es de ronquera o tos, obtiene allí el jarabe casero eficaz, de acuerdo al grado de fe que le ponga y no a la cantidad y frecuencia con que lo ingiera.
Común es encontrar allí el sande y la caraña, necesarios para la colocación de un emplasto que extraiga pasivamente u vidrio o chuzo enremado en el pie descalzo de cualquier campesino. Ah, y para las llagas en la boca, tenemos la violeta genciana, que es bendita según nuestras abuelas.
El Convento de las Carmelitas es la factoría mayor de la manufactura de los escapularios, pero la tienda de Camilito, es su principal concesionario. De los demás santos, también hay allí distribución directa de las novenas y reliquias, lo mismo que el manual de los treinta y tres pasos, los martes de San Antonio, el Trisagio con sus respectivos anexos y jaculatorias, el Padrenuestro a las ánimas, el canto del Magnificat y toda una serie de responsos y oraciones varios con epílogo del Padre Arias incluido.
Para los niños que aún no hayan entrado en la era de las maquinitas y el billar o de las cartas y el ajedrez, se consiguen los trompos “Canutos” y “Bacalocas para puchar”, chascalares, corozos, bolas de cristal “bogotanas” y “tricolores”.
Los útiles de baja costura abundan en nuestra tienda: agujas de “arria”, capoteras y de las comunes en paños de cinco y diez unidades en adelante. Pero cuando para un remedio requiera de azafrán de raíz, no vacile en consultarlo, pues, se le consigue “pa’de aquí a ocho días” si es que no lo tenemos.
¿Se llegó la hora de mecatiar barato? Pida leche de Chaparral en cuartos de litro y acompáñela con mantecadas, cocadas, gelatina de pata blanca o negra, panelitas blancas o negras (en esto no son racistas donde Camilito), hojaldras, tejas y lenguas azucaradas. Además, puede consultar la fórmula y llevar los ingredientes necesarios y básicos: almidón de yuca y achira, clavos de esencia por unidades, canela entera o molida, anilina vegetal y de todo lo más fraccionado que desee.
Entre muchísimos más artículos que se crean descontinuados o escasos, pueden obtenerse fácilmente jíqueras para el hocico del ternero, sal de mar hasta por media libra, papel de globo y de envolver, higuerilla (venta y compra), cepillos de alambre o de raíz, trampas para ratones, maíz “Cuba” por pucha o por almud, veladoras y velones, naftalina para ahuyentar las polillas, cal en papeletas, lápices contramarcados de Coltejer o Fabricato, etc.
De esta forma, la tienda de Camilito ha sido, es y será para la posteridad de nuestro pueblo más que un establecimiento comercial, un templo de ancestro y curiosidades. ¿Qué no la conoce? No es cuña.

La Cuna era José, José ya no existe

Cuando la policía llegó al lugar que el destino tenía reservado para la dantesca escena del asesinato de José de los Ríos, Emilia Martínez ya había sido testigo de la barbarie y de la sevicia del acto. Su presencia allí podía justicificarse plenamente si se tiene en cuenta sus antecedentes de madrugadora y rezandera. Era la última integrante de una dinastía de camanduleras por antonomasia quienes necesitaron en su vida prolongaciones de los días y partes de las noches para terminar satisfactoriamente los rezos y jaculatorias emprendidas y las cuales, según ellas “no se pueden suspender por que así si que nos vamos pa’ la paila mocha”.
Fue Emilia la primera persona que notó aquel día la ausencia de José en la puerta de la tienda de Rubén Villa, lugar donde habitualmente se situaba desde las siete de la mañana a ejercer su máximo acto de tacañería: afilar una inacabable minora sobre la ya irregular superficie de un vaso de cristal.
El acto de perpetuar la vida útil de su instrumento rasurador revela en sí una manía y capricho particulares pero, lo esencial de él, era que simultáneamente y con cierta malicia de pereirano en exilio voluntario, José se apresuraba a observar el paso de las señoras hacia la iglesia y de las colegialas para sus aulas; así deducía él quienes y en qué circunstancias pasaban, las que no lo hacían y las condiciones de las más cumplidas: a prisa, despeinadas o, simplemente mal maquilladas.
Era José de los Ríos el hombre bonachón y buena vida que un día, alagado por la exuberancia que brinda el paisaje del valle de La Ceja, decidió pernoctar por una vez en el mal habido hotelucho de doña Ester de Loaiza, donde se hace perfecta simbiosis con la indiscreción y armonía apacible con la pobreza, de tal forma que no es el hotel de cinco estrellas sino cinco o más veces estrellado, pero que habría de ser la última morada en vida de José.
De los Ríos era un buen organista, su milenario instrumento obstentaba galardones por su contextura y autenticidad vienesas pero, y mucho más, por la magnífica ejecución de su inquieto propietario y ejecutante. Había servido para interpretar muchas “Marchas nupciales”, “serenatas de Schubert”, “Siete palabras de Vivaldi” e incontables “Stabat Mater” de Paganini, en las frías tardes de sábado santo.
Pero el mayor éxito que se hubo de apuntar en su vida nuestro personaje con su órgano fue, innegablemente, la solemnización de la improvisada misa campal de desagravio a la hora de los gallos que la feligresía entre enardecida y entusiasta hasta la saciedad, le exigió que efectuara la noche inolvidable en que los sabuesos del F2 y la policía en Medellín lograron hallar fraccionada en mil pedazos escondida en un alar del cementerio de San Pedro, confundida con una nube de murciélagos, la corona canónica que monseñor Angelo Acerbi había colocado en las sienes de la Virgen del Carmen de La Ceja.
Sucedió que por amor y codicia por las joyas, por necesidad insalvable, por pura delincuencia o simplemente por física maldad para con los parroquianos, tres hombres decidieron permanecer ocultos en el templo por una noche, en la que tenían premeditado, calculado y decidido despojar a la imagen de su millonaria joya.
A los tres días, cual parábola de Jonás, el orfebre tesoro fue llevado al balcón de la casa cural para ser expuestos a la vista de los fervientes devotos.
La vida músico-contemplativa de José de los Ríos se veía estimulada constantemente por la presencia de ilustres personajes. Allí confluían políticos de la talla de Carlos Lleras Restrepo quien una vez rompió todo el protocolo de su visita a la población para venir a conocer “La Cuna de Venus” y su inquieto propietario a quien había oído mencionar desde los tiempos del movimiento revolucionario liberal y a quien admiraba en medio de sus movimientos de ministro y cuasi presidente.
Cochise Rodríguez y Ramón Hoyos fueron otros que prolongaron la ya estirada hilera de vehículos que hacían de los alrededores el lugar más concurrido y de la cuadra exacta el desorden más extraordinario por la cantidad de gamines que optaban por cuidar y lavar los vehículos a cambio de monedas más bien que asistir a los juegos de tejo que el hermano Remigio, llego de jolgorio y entusiasmo, combinaba con la entrega de dulces a sus “muchachos del alma”.
No necesitó José más que su fama de coleccionista numismático, regado como verdolaga en playa, para despertar la codicia demencial de los rateros del pueblo, los que acudieron sagazmente un 4 de febrero aciago a despojarlo de sus monedas milenarias y de sus billetes antiquísimos, dejando su alborotada melena mezclada con su sangre coagulada para que así una mañana de martes 13, Emilia Martínez, de paso para misa, decidiera asomarse por el postigo del gran portón colonial y viera que la alberca del patio central estaba casi seca, que los pájaros de colores ya no trinaban más, que las azaleas estaban marchitas, todo anunciando que, definitivamente, la vida de “La Cuna de Venus” era José y José ya no existía.

La muerte de Mateo

En el velorio de Mateo pudo observarse, sin lugar a equivocación alguna, que no faltó uno solo de los coteros de toda la vida, desde la existencia particular de cada uno de ellos, han animado el mercado del pueblo, desde Rumbera y Galileo, como prototipos del gremio, hasta Los Mudos, Nochebuena, Los Dormidos y otros como exponentes de la nueva generación.
Para los actos fúnebres de su colega de bebetas y revolcadas en la manga de Cachorra, hubo de cargar cada uno dentro de sus haberes, además de una veladora y un ramo de humildes cartuchos, con su infaltable media de alhelí, no sin antes mezclarla debidamente como para que no quedara muy agarrador así vivo y fueran a “ojetearse” al pobre Mateo camino de su última morada.
Mateo había marcado un hito en su trayectoria de vida: desde las primeras horas de la noche iniciaba su recorrido por los negocios de cantina, con el objeto de acumular para sí la mayor cantidad de bebida etílica posible porque “la noche es muy larga y hace mucho frío”, decía, mientras se comprometía con cada tendero a pasar por su negocio a cada rato en son de celador semi-gratuito.
Fue nuestro personaje el iniciador de una colecta entre sus colegas más cercanos, con el ánimo de obtener una imagen de San Antonio, destinada a su culto en un sencillo nicho que hubieron de improvisar en la pared exterior de la farmacia de Don Fabio, sitio habitual de sus encuentros. Su devoción iba más allá de sus creencias y sólo pretendía él que por mediación de del Santo, no les faltara “boleo” porque, según decía, “secos no podemos vivir”.
La fidelidad de sus colegas para con Mateo, pudo constatarse la tarde de las exequias cuando desecharon el descargue de cinco camiones repletos de cemento y abono que hicieron su ingreso al parque pasadas las dos de la tarde, los que tuvieron que permanecer cargados hasta la mañana siguiente porque los coteros estaban de luto por un colega.
A partir de entonces, reanudaron su habitual labor de ubicarse, desde las ocho de la mañana en las escaleras del parque de Fátima, a auscultar entre las pineras que protegen la erosión del alto de “Nano”, con el objeto de divisar el primer camión o mula para descargar así y obtener el dinero necesario para sostener el crónico alcoholismo que a tosos viene aquejando, pero del cual no parecen percatarse, dados los impulsos que a cada momento libre salen por los extramuros de la localidad, llevando su carga de “cocol”.
Son particulares, casos especiales dentro de esta sociedad, el par de mudos que acompañan a los más veteranos en tales “lides”: se trata de dos muchachos privados por completo de su facultad expresiva verbal pero que parecen haber desarrollado plenamente la capaciadad de lenguaje figurado, de tal forma que, entre ellos, se entienden perfectamente cuando de “hablar” de la carga de alcohol se trata.

Año escolar en Justo Pastor

La presencia de Miguel Zapata como maestro raso inicialmente y luego luego como director de la escuela “Justo Pastor Mejía”, estuvo rodeada de acontecimientos peculiares y anecdóticos, como para que, de no haber sido por su intempestiva desaparición, hubiera él dejado un buen libro lleno de casos, cosas y experiencias.
Recibía en los comienzos del año, en su sala de dirección, a las madres que angustiadas, no veían otro lugar más propicio para enclaustrar a sus pequeños insoportables. Escuchaba él atento los casi sobornos de las señoras suplicantes: “Recíbamelo sin cumplir los ocho, este año los cumple. Es que no tengo con qué entrarlo donde los Hermanos, que sí reciben hasta seis”.
La respuesta positiva se hacía esperar pero llegaba aunque con previa advertencia de no contarle a nadie, hecho que se repetía con muchas señoras, las que terminaban siendo compañeras como acudientes y hasta se contaban el mismo “secreto”.
El año lectivo se iniciaba con todo el entusiasmo del caso: programación general de actividades, incluyendo las caminadas de un miércoles por cada mes, a los alrededores del pueblo, paseo didactico que era aprovechado para la recolección de ejemplares y muestras de los reinos de la naturaleza. Así, se llenaba la escuela al día siguiente del más variado inventario de presentes, potencialmente coleccionables: grillos, lombrices, pichones de afrechero, ratones de agua, mariposas rojas, blancas y amarillas, camaleones y lagartijas, gusanos flechados, sardinas, corronchos, renacuajos, arañas y cien pies.
Piedras, preciosas para los muchachos: calizas, de amolar, redondas, puntiagudas o irregulares, trozos de arcilla, azul, rojiza y blanca.
Además, todo un sartal de ramas y hojarascas de uvito, sietecueros, colchón de pobre, musgos, pinos extranjeros hurtados de cualquier vivero del camino, frutas de eucalipto, marrabollos y otras muchas especies con las que surtía nuevamente el herbario y el salón de ciencias de la escuela.
Para salir a Semana Santa, era sagrado en Don Miguel la inclusión de la escuela en el desfile de ramos, con banda de guerra y todo. Posterior a la procesión, venía la advertencia de la plaza sobre la necesidad de asistir a los diferentes actos con toda la cordura y modestia que estos requieren. Advertía jocosamente que cuidado con alzarle la bata a los apóstoles o con unir las ruanas de dos señores con un gancho de ropa o con pinchar el trasero más forrado con un alfiler.
Al regreso de Pascua, había en cada grupo por recomendación expresa de Don Miguel, una especie de evaluación gráfica de lo observado, para calificar en Religión. Era necesario entonces hacer un esfuerzo de caricaturista en potencia para presentar a Jesús en un burro o burra, a Pilatos medio mojándose las manos o a unos judíos fumando tabaco y con media de alcohol que forzosamente ataban a sus frágiles cuerpos los cargadores de turno (coteros de oficio) el domingo de Pascua en la mañana.
Para el día de la madre, era especialmente conmovedor la escena del niño huérfano y alicaído por la ausencia fatal de su progenitora, luciendo en el pecho un clavel blanco al lado del apuesto y alegre compañero que esperaba sólo el momento de estar en su casa entregándole a su mamá el presente fabricado con la ayuda de la Señorita Practicante en la clase; éste lucía, en contraposición, un hermoso clavel rojo.
Como mayo es el mes de la Cruz Roja, Don Miguel patrocinaba todo lo representaba dividendos para su filial en la escuela. Rifa de un conejo que sólo recibía caricias en lugar de zanahorias, palomos sin plumas en las alas para que tuviera que someterse a los vejámenes de los estudiantes, cuadros desteñidos de cualquier virgen o santo. Además, no faltaba la venta de minisicuí, jaruma, papas chorreadas y moresco, todo en bien de la Cruz Roja y en detrimento del bolsillo de los atormentados y colaboradores padres de familia.
Era acostumbrado en tiempos de Don Miguel, llevar la limosna para la sopa de los niños pobres el lunes al medio día. Esta costumbre se complementaba con la entrega de una astilla de leña, necesaria para la cocción de la leche “Klim” que entregaba entonces Cáritas, internacional con fines benéficos y que era trastiada en inmensas e incómodas ollas por los más indisciplinados de la semana a manera de castigo ejemplar.
Hay que anotar que para hacerse acreedor a la sopa o a la leche “Klim” era condición sino quanon ser pobre y ser aplicado.
El regreso de las vacaciones de julio era aprovechado para, en clase de lenguaje, hacer una composición literaria que incluyera las travesuras respectivas, cuidándose de no narrar las bañadas en la “Quica” o en los chorros del Seminario, las pajariadas y otros atentados contra la moral y contra la naturaleza.
Al aproximarse el mes del ahorro, era indispensable mostrar el marranito de alcancía, donde se comprobaba públicamente que se estaba practicando tan hermosa y productiva costumbre.
El final del año llegaba con los temidos exámenes orales, que representaban toda una tragedia y que a la postre estregaban toda una cosecha de conocimientos o un cúmulo de frustraciones a padres, a alumnos, maestros y, por supuesto a Don Miguel quien se preocupaba demasiado por el rendimiento de sus protegidos. Los galardonados eran muchos en el famoso “acto público” de finales de noviembre y recibían como premio material desde un libro de los Evangelios hasta una lotería o una pelota de letras, como para iniciar vacaciones.

Tarde de domingo

El escenario común de entusiasmo deportivo con que contaba La Ceja hasta finales de los sesenta, era sin lugar a dudas la cancha de Los Hermanos. Lo era por su condición de casi única y por su cercanía al centro de la población. El ánimo que a cada evento le sabían colocar aquellos desvelados padres de la educación local, encabezados por el Hermano Adolfo, rebasaba los límites tal vez de lo normal para la época y para las condiciones de vida de entonces.
No hay duda que, al hablar de una tarde deportiva e la Cancha de Los Hermanos, había que hablar de aquilatados contendores y de jugosos trofeos a disfrutarse. La música en altoparlantes al compás de marchas cuidadosamente seleccionadas por don Juan, era un aliciente más para cada cita en ese escenario.
Las humildes graderías (bancos de madera) se veían atiborradas de público ansioso de emociones y de admiradores de los ídolos de entonces. Nacieron allí para el deporte, específicamente del fútbol, destacados representantes como “Los Calochos” y “La Onza” entre muchos otros.
Mencionado ya Don Juan, el presto mayordomo del colegio, podemos recordar como hechos suyos, porque le estaban asignadas, las labores de recuperación de la pelota en el caso de que transpusiera la raya final y fuera a para al río (también de Los Hermanos). Esto era común pero siempre estaba listo don Juan con su canasta de largo mango para asirla y retornarla al campo de juego.
Otra de las funciones era la de espantar a los gallinazos que habitualmente se acomodaban para pernoctar en los brazos de los generosos eucaliptos que se erguían a lo largo del río. Era trabajo de todas las tardes, valiéndose de cuatro o cinco efectivos voladores.
Además, es de recordar la paciencia de este señor para atender la venta de panes, previa caminada desde el fondo de la edificación hasta el portón general y vuelta por la mercancía, además de un inminente regreso por la devuelta.
El inolvidable Hermano Adolfo, fue el gran impulsor del deporte del tejo. Hubo de construir, paralela a la cancha de fútbol, una similar de aquel pesado y embarrado entretenimiento. Su paciencia era la de Job para controlar la cantidad de curiosos que invadían el escenario y, sobre todo, a sus insoportables discípulos que le robaban las mechas (papeletas) que por un descache volaban fuera del embocinado.
Así, entre los enloquecidos gritos de gol, la música olímpica de los altavoces, los silbidos estridentes de los mecánicos en la bomba vecina y las detonaciones de los inofensivos petardos del tejo, transcurría una tarde de domingo en este nuestro pueblo.

Una Amistad en "efectivo"

Su trayectoria como amigos, los identifica plenamente con la hermandad que ostentan; parecen compinches pero en realidad son buena gente. Se conocen fielmente el uno al otro y entre ellos tienen su parecido físico. Si son ricos, de nada les vale, llevan a cuestas un apodo que los mantiene desvalorizados; a pesar de la inflación y de la corrección monetaria, no varía su valor absoluto, son los mismos de hace años. Sumadas sus “identidades”, tampoco les alcanza siquiera para un “chorro”. Son vagos pero no son vagabundos.
Han sido diplomáticos en sus costumbres porque sostienen una “Emabajada” pero no lo han sido de oficio. Respetan a sus vecinos y aunque parecen vivir en tierra extraña, tienen su propia sede. No representan a ningún Estado y son punto aparte como “parceros”. Auscultan la idiosincrasia del pueblo y de ella se mofan pero la comparten. Son amigos de viciosos pero tienen aún buenas costumbres. Han marcado hito en su esquina y por eso este lugar lleva nombre esa desvalorizada cantidad de dinero. Aprovechan cuanta fiesta se presenta para sobresalir como buenos “oyetas”. Se disfrazan de cualquier cosa y están prestos a colaborar. Beben y fuman con avidez particular y aún no reúnen los requisitos para ser alcohólicos, más, si llegaran a serlo, tendrían una subsede muy cercana. A veces sirven de enlace entre lo oculto y lo ridículo.
Se levantan sin objetivo concreto y al medio día ya están programados. Se visten casi de igual forma y no son gemelos. Cualquier distintivo los acompaña por igual: si es fiesta de las flores, con orgullo lucen un pompón en la solapa; si es diciembre, un sombrero va con ellos a toda hora y a toda parte.
Retacan pero no cobran un servicio social. Se beben al que les da tiro y no son pegajosos. No tienen novias conocidas pero seguramente muchas amigas y benefactoras. Jubilados en bachillerato lento y sin afán, hoy tienen su cartón y no necesitan explotarlo. Son amables y gustan del buen vivir. No son bohemios pero sí intelectuales. Son clientes de los negocios aledaños a su sede y les queda todo el tiempo para todo. Ven pasar los días y los años en forma aparentemente improductiva y no son holgazanes. SE corrigen mutuamente sus errores, conocen mucha gente y muchas situaciones. No son viajeros sino sedentarios de su pueblo y disfrutan a plenitud de sus actividades. Caminan juntos donde quiera que se les vea y responden por sus actos con caballerosidad.
En todo caso, son un “rollo” de fraternidad y de amistad. Ellos son “Los Tres Pesos”.

El Bazar de Pastorita Vélez

Por el mes de octubre, es de costumbre realizar colectas de todo tipo, además de festivales y una serie de ventas y remates, todo, con el ánimo de allegar fondos que han de enviarse, creemos todos, a las arcas de las organizaciones religiosas más indicadas para hacer Misión Católica a lo largo y ancho del mundo.
Tales actividades tienen lugar sobre todo en las escuelas primarias, donde proliferan las ventas de “papas chorriadas” y tajadas de torta casera, amen de insignias y rifas de acuerdo a la iniciativa de los alumnos y maestros. Pero el más particular y atractivo de todos los ventorrillos es, sin lugar a dudas, el bazar que, con todas las características de un mercado oriental, realiza la señorita Pastora Vélez.
Suspende ella para entonces su ajetreo de costurera y bordadora y reune a una serie de señoras y señoritas, amantes de san Francisco y de sus buenas obras para que, bajo su tutela, se encarguen de colocar toda una miscelánea, compuesta de objetos en desuso, o subutilizados, anticuados o antiguos, semiperfectos o deteriorados, pero eso sí, todos donados con el fin de que no estorben en las casas, sabiendo que “a los misioneros les sirven más”.
Abre Pastorita su mercado anual desde las siete de la mañana, después de haber bañado a sus dos perritos “tarimeros” y a su gigante gato “angora”, compañeros fieles que guardarán por todo el día a la prestante y atareada dependiente lo mismo que a su humilde mercancía.
El inventario físico que al iniciar actividades puede establecerse, es todo un requísimo acerva que, seguramente, pocos anticuarios podrán contar para sí: huevos de losa para mamarle gallo a las gallinas cluecas, cabezas de muñecas para ensartar en la palanca del clotch, marranitos de alcancía diez o más veces violados y violentados, “cabos” de vela bendita para las tempestades y para los apagones de la EADE, almanaques “Bristol” y “Creditario”, para seguir rigurosamente las fases de la luna, cortes de coleta y otomana para las enaguas de la humilde campesina, talegos de “Solla” para los calzoncillos del descomplicado agricultor, pilitas de agua bendita con el Ángel de la guardia incorporado.
Camándulas de “chirillas”, para no perder la cuenta de los “mil jesuses”, variedades de máscaras para la noche de las brujas, panderetas y dulzainas para animar los villancicos
, relojes de pulso que jamás han caminado, tarritos costureros de galletas “Sultana” para guardar los botones, tambores de hilaza para tratar de elevar las cometas, frascos de “menticol” entre adulterado y descolorido, potes de desodorante “Lander”, carentes ya de sus poderes originales, pelotas de aserrín obtenidas en trueque por un kilo de hueso, imanes de herradura para colgar al dintel de la puerta, materitos plásticos con un desafiante cactus, teléfonos de juguete para alimentar la esperanza en la solicitud ante EDA, sacacorchos desperfectos, anteojos ya monofocales, balancines desequilibrados, charoles, platos, tazas, cucharas, pero todo lleva implícito el factor benéfico y el estilo típico de un gran Bazar que sólo Pastorita ha sido capaz de sostener desde hace ya mucho tiempo.

El precio de una causa

Los leños, astillas de guadua, piedras y barrancos que había disponibles fueron utilizados en la construcción de las barricadas, las que habían sido cuidadosamente programadas en cuanto a lugares exactos, horarios apropiados de iniciación y comisiones de estudiantes que las defenderían.
A las 9 de la noche, cuando en el parque principal, sobre la acera de la Casa Cural y en torno al kiosco central se aglomeró una de las más extraordinarias cantidades de gente que La Ceja haya registrado en su historia, la comisión multipartito dio el visto bueno a la realización de un paro cívico que habría de durar hasta la misma hora del día siguiente y de perpetuarse y ser en la posteridad la primera y mayor manifestación de protesta social, dadas las características de que venía precedida.
Para Natividad, la gordita y morena caucana que cursaba su tercero de bachillerato en el Idem “Bernardo Uribe Londoño”, pudo no ser muy grata la noche de las barricadas. Aún recuerda ella en sus quehaceres de modesta auxiliar de enfermería en un humilde Centro de Salud de un pueblo del lejano oriente de Antioquia, el momento en que como un toro herido por la estocada, Alberto Serán, “Capricho”, presuroso de regreso hacia el centro por la vía de Rionegro olvidó que la decisión de obstaculizar el paso era en general para todos los vehículos y para todos los conductores y que su condición de empresario extranjero no lo dejaba exento de la audaz medida.
La oscuridad fue complice del atrevido automovilista porque los estudiantes tardaron en reaccionar para tomar los proyectiles por ellos requeridos para destrozar el parabrisas delantero del vehículo, pero si fue Capricho la víctima de toda una serie de insultos y acusaciones por haber dejado tendida en el piso mojado, con fractura de clavícula y con el vestido empantanado a la compañera Natividad.
Hubo de servir de “florero” este incidente lo mismo que el posterior anuncio de que los niños que acababan de relevar a los mayorcitos amanecidos en la barricada de la entrada de Medellín, ya empezaban a ser víctimas de los atropellos de la policía.
La noticia se extendió por el pueblo como combustible ardiendo, sobre un público comburente y ofuscado porque a la hora diez aún no se vislumbraba la solución que estaba en manos del Departamento.
Los antecedentes de estos sucesos pueden resumirse así: Hacia 1905, los Hermanos Lasallistas se habían radicado en la población y unos diez años más tarde construyeron lo que habría de ser la sede de su Colegio, edificación que vio pasar bajo sus techos a cientos de muchachos por tres generaciones que cursaron la Primaria y otros menos que alcanzaron a terminar la Secundaria.
Por lo vetusto de la edificación después de medio siglo de servicios, parecía que fueran las ruinas de un mal cuidado pueblo semi-colonial.
En 1970, los Hermanos Cristianos optaron por dejar a La Ceja, carentes de vocaciones religiosas y mal habidos de recuerdos humanos para continuar lo que llamaron su labor pastoral y académica.
Así las cosas, en Municipio tomó en propiedad dichas instalaciones para entregarlas en comodato a lo que sería la fusión del IDEM con el Instituto “María Medianera”
Dada la demanda de educandos y la carencia de infraestructura para el normal desarrollo de las actividades, fue cuajando en la población afectada por la necesidad la idea de la adquisición de unas modernas instalaciones pero, como ocurre en todos los casos cuando de reclamar un auxilio del Estado se trata, sólo se recibieron promesas a granel de boca de los funcionarios de turno.
Tenía entonces que gestarse un modo de presión no muy lícito por cierto, pero tal vez más eficaz y hubo de organizarse un Comité Cívico que recibió la “orden” de organizar marchas de protesta, mítines diversos y presiones a como diera lugar ante las autoridades competentes.
La voz unánime de “¿dónde está el millón de pesos?”, fue el lema en pancartas y corrillos previos a la realización de la gran jornada.
Para las 3 de la tarde del jueves 12 de mayo, la población a una se volcó a las afueras para defender lo que ya se había adoptado como propio: la optimización de un desorden que olía a asonada contra los aparatos de represión.
Los sucesos acaecidos en las inmediaciones de “La Paz”, cruce de caminos hacia el “Yegüerizo” y “El Puesto” fueron bien conocidos y repudiados y en los cuales fueron víctimas de secuestro tres de las compañeras a bordo de un bus de Sonsón que logró colarse por entre los obstáculos inoperantes derrumbados.
A Rodrigo García le correspondió pagar con el precio de sus capacidades físicas y mentales y más tarde con su propia vida toda la deuda contraída por la ciudadanía, porque cuando el enfrentamiento se hizo más encarnizado, la bala asesina de un agente local, lo alcanzó a la altura de la cabeza, para que inmediatamente se desplomara y diera pié a la marcha enfurecida de todo un pueblo hacia el parque, llevando al occiso como escudo y a su camisa ensangrentada como bandera.
Dicho estandarte quedaría suspendido en los cables del alumbrado al frente del Palacio, en tono desafiante a los más beligerantes que emprendieron lo que jamás La Ceja había conocido y lo que muy pocos creyeron realizable: protesta masiva con muerto y todo, además de saqueos de estanco y almacenes, bicicleta del cartero al piso, avisos y vidrios rotos, conato de incendio en la esquina del “Café Amador”, vehículos antimotines apedreados y burlados sus ocupantes, quema de llantas y de pólvora en diversas esquinas, fusión de la ralea de Palenque con la turba en general y la posterior represión como es de rigor en estos casos.
Pudo constatarse plenamente que, al día siguiente, bien pudo recogerse la cantidad de material de playa en plenas calles, suficiente como para las bases físicas de lo que, a brazo partido, contra muchas adversidades y sin el apoyo desde entonces prometido hoy tiene nuestro pueblo: “Qué belleza de Liceo”.

El altar de San Isidro

El domingo más inmediato al ocho de diciembre, representaba para los habitantes de La Ceja, hasta hace algunos años, más que un día cualquiera, un domingo de mercado extraordinario. Los tenderos y dueños de los puestos en la plaza de mercado, sentían en sus cajones y en sus arcas la mella que les hacía una competencia “desleal” que un labriego, con una inmovilidad desafiante, portando una pala en sus manos y un sombrero permanente, les hacía desde un tablado instalado en frente de la Casa Cural.
Días previos, unas dos semanas quizá, don Víctor Álvarez, maestro vitalicio de la locución y los remates, se empezaba a preparar para el duro trajín de la jornada anual. La s comisiones encargadas para incrementar la devoción y para hacer aflojar a los más amarrados, trabajaba desde los primeros días de noviembre y para la víspera del gran remate, ya tenía a su favor gigantescos arrumes de maíz de varios colores y calidades, con gorgojo o sin él, en tuza o desgranado, donado a regañadientes o con mucha fe y devoción al Santo.
Previo a la misa campal se efectuaba el desfile precedido por pancartas y banderas completamente cubiertas de billetes que, procedentes de veredas y vecindades de la población, ingresaban a la plaza portadas por los presidentes de las Acciones Comunales, en señal de abundancia de bienes y de amor a los pobres. Puede asegurarse que de la miscelánea de animales que poblaban en cruel hacinamiento el corral que se implementaba debajo del tablado, podría extraerse una variada fauna doméstica, tan surtida como compleja, que hasta incestos y degeneraciones de razas podían ocurrir.
No era raro ver el conejo padrón persiguiendo al cabizbajo perro que se mostraba atribulado porque su amo lo donó por viejo y sarnoso. Las gallinas hacían perfecta amistad con los gatos y curíes o con los patos y gansos sofocados por no estar en su hábitat natural.
El inventario de huevos depositados o descargados por las aves al promediar el día, era bastante complicado, pues se hacía difícil para establecer cuales eran de pata, de gallina, de paloma romana o de loza. Lo mismo ocurría para establecer qué clase de estiércol era el que llevaba en su lomo el desalentado cerdo que apenas sí se movía en tan enmarañado recinto.
Así avanzaba el agitado día al son de “A la una …a las dos…y….a las fiiiiiiii….tres” pregonado por don Víctor para anunciar que ya el mejor postor se había hecho acreedor a la perrita o a la auyama, a la libra de mantequilla o al racimo de guineos. Hoy por hoy, apenas se observa a las once de la mañana, dos o tres escuálidos terneros, otros tantos perros y gatos en exilio forzoso y un orejicaído conejo que no alcanza a percibir la amenaza de sus compañeros de celda. Así, el Altar de San Isidro pasó a ser sólo historia porque como dice el refrán, que “El palo ya no está para cucharas”.

La cruz de mayo

Ha representado ese signo para os moradores de Cuatro Esquinas, algo más que una tradición y de ella han sido artífices las familias de Don Ramón Rojas, el peluquero; de Don Tulio López, el eterno taxista; los descendientes del “Monito” Patiño; los Rios de Don Suso y Maria Eva y otros muchos.
Para el tres de mayo, están prestos a celebrar con gran pompa y regocijo la festividad en el monumento que allí se conserva desde principios de siglo. No faltan alféreces para cada día de la novena y menos para el día clásico, sólo irrespetado por la necedad de un párroco y transferido para el catorce de septiembre en un año cualquiera.
Pero la tradición va más allá de la veneración comunitaria en el templete del barrio: se manifiesta también en la elaboración de un signo de regular tamaño, para ser colocado en la parte más visible de la casa, con corona de pinos y flores incorporada y velas para todo el día y parte de la noche.
Además, otra pequeña cruz en el dormitorio o sala, acompaña de una muestra de los artículos que ordinariamente forman la canasta familiar: un puñado de maíz, arroz y frijoles, un trocito de panela y carne, una pastilla de chocolate y algo de dinero en efectivo.
Los materiales elaborados para la elaboración de la réplica, varían de acuerdo a la comodidad y disponibilidad de ellos pueden ser dos trozos de palo de escoba o cañabrava, hasta una imponente cruz preelaborada en carpintería, con adornos de talla y acabado perfecto.
Para el rito de los “Mil Jesuses”, hay reunión de la mayoría de la familia bien encabezada, camándula en mano y veinte unidades de cualquier cosa menuda para el conteo perfecto. Así se inicia la retahíla que termina seguramente con desuses de más o de menos por lo monótona y cacofónica que se vuelve, causando hilaridad entre los pequeños y sueño entre los mayores.

Los pedigüeños

La indigencia y la mendicidad parecen ser dos condiciones ineludibles en la idiosincrasia pueblerina. Cada localidad tiene sus limosneros propios y también foráneos, acostumbrados a hacerse competencia, leal o desleal, según como se la quiera tomar.
Los hay bulliciosos al pedir, y calladitos otros, casi inadvertibles cuando aparecen a la puerta; estiran la mano y permanecen con ella extendida hasta lograr el objeto. Unos agradecidos y otros poco gratos. Unos vienen desde El Retiro y otros son locales.
Algunos son verdaderamente necesitados y los demás lo hacen por puro vicio, para cebar los cerdos y gallinas de sus fincas en Canadá y Pontezuela. Hay a quienes les sirve sólo el efectivo porque es para beber y soplar. Sobre los más representativos podemos decir que…Hace muchos años el sueño matinal era interrumpido por el tilín tilín de la sonora campana que pedía del Jeep Willys parroquial, conducido este y accionada aquella por la pericia de Don Manuel Espinosa.
Estaba él encargado de recoger la limosna para los pobres, productos que eran llevados a “Coriace” y allí eran, hasta donde se supone, equitativamente distribuidos entre los beneficiarios, feligreses que acreditaban su buen vivir y sus sanas costumbres.
Como era tarea de los lunes y a la hora precisa de entrada a las escuelas, padecía Don Manuel las mortales impaciencias causadas por el atrevimiento de los pelafustanes, quienes al menor descuido y sin regateo, hurtaban del trailer o remolque, los plátanos maduros y pintones, lo mismo que los trozos de panela para golosina y desperdicio.
Crisantado, menos osado que Don Manuel y al paso de su perezoso burro, realizaba similar tarea en beneficio propio y de sus compañeros de asilo. Su jumento tenía vicios peculiares como el de comer papeles y cartones, sustraídos de las canecas de basura y obtenidas de la “bondad” de los escolares, a quienes les importaba poco mutilar desde el cuaderno de tareas hasta el de Ciencias Naturales, para, con sus hojas, saciar el hambre de la incansable bestia.
Margarita, La Chonta, ha animado su tarea de eterna pedigüeña con sus charlas desprevenidas para Alberto, mientras entre ambos devoran cuanto alimento cocido o precosido cae a su talego; entre tanto llega el momento de mecatear con el efectivo que ingresa a sus “arcas”.

Las diversiones de antes

Los juegos y entretenciones de los mozuelos de ahora años has sido sustituidos, como en casi todas partes, por la mecánica y la tecnología electrónicas, así como por el billar y el pool unos vicios poco recomendables. Queda entonces, solo para el recuerdo, aquel acervo de fechorías, cometidas casi siempre a hurtadillas y que representaban el trajín de pelafustanes y chicos de toda clase social, en vacaciones, fines de semana y gran parte de todas las noches.
Llegó a hacer tradicional el desafío entre galladas para dirimir quién era quién, futbolísticamente hablando y sudando, entre Patuco y Cuatro esquinas, clásicos celebrados en la Manga del Padre Londoño, con el peligro de ser pillados por una inoportuna pasada del mayordomo en la cancha debajo de los Salesianos, ser denunciados ante el Padre Yépez y descrita las características como pilluelos desde el próximo púlpito.
La Manga de “Cachorra” servía de escenario para el duelo entre San Vicente (Los Polos) y el Hoyo de Tierra. Allí se encontraba de todo para un certamen que cabía, al igual que Cayeto, Mobilia y San Pedro, celebración con pólvora y borrachera de parte del equipo vencedor.
No todo era deporte clásico. Podía variar la actividad y pasar fácilmente a una competencia de brincos en zanjas y caños, salidas a “pajarear” cauchera en mano y pesca de renacuajos y sardinas en estado casi larvario, para llevar como trofeo de vuelta en un incómodo frasco de suero dextrosa o en un cortante tarro de aceite lubricante.
Los desplazamientos en pandillas hacia los alrededores de los Jesuitas eran toda una gran excursión, portando cada uno tarro y cuchara para devorar la sopa sobrado d elos seminaristas, caña de anzuelo y disposición para enfrentarse a piedra con El Mister al paso por la Quica o con la viuda al paso por la Guaira.
Toda la cuadra contaba con su gallada propia, extracto de cada familia, quienes a las diez de la noche, apenas se disponían al desquite en una “calle” de trompos, al desafío de un “ruedo” de bolas tricolores y bogotanas o a la consecución de otra “maceta” de cajetillas del mayor valor nominal posible: La Lucky valía por mil en arbitraria valoración descendente por marcas, hasta la de Piel Roja que representaba la irrisoria unidad.
El encanto de las mozuelas y tormento de las mamás con sus “brinconas” hijas era, sin duda alguna, el juego de la golosa, la cuerda saltarina y el pellizcado catapis juegos éstos interrumpidos por la impertinencia de los muchachos que sólo querían la calle para sí, la noche para sí y muy poco de tranquilidad y de sosiego para los atormentados vecinos.

Los bañaderos

Cuando los llamados veranos tenían la intensidad y duración necesarias para cubrir de sol y viento una vacaciones, tanto en los junios como en la temporada decembrina, veíamos volarse a toda una comunidad entusiasta y alegre hacia los pequeños arroyuelos que circundan y confluyen a la vertiente del “Pereirita”. Hasta hace algunos años, era motivo de desplazamiento a nadar hasta “La Guaira”, “La Quica”, “Los Chorritos”, alrededores del Seminario, lago de Los Salesianos y otros charcos o pequeñas lagunas.
Hoy por hoy, poco puede observarse y disfrutarse de estas sanas diversiones. “La Guaira”, otrora ribera arenosa y cristalina, es sólo un cultivo de truchas de carácter privado; “La Quica” es una sucia cloaca; los “Chorritos” del seminario han casi desaparecido debido a la indiscriminada tala de los bosques del sector. El lago de los Salesianos es un mar de loto y lodo putrefacto, sin acceso.
Pero, además del castigo de parte de los propietarios de los sitios en sí, también hoy sentimos el rigor de inclementes inviernos, atravesados en plenas vacaciones y poco regulados, es decir, es más lo que nos toca ver llover que el tiempo seco de que disfrutamos.
Con los sitios y las condiciones climáticas, necesarios para las prácticas acuáticas, han desaparecido también las condiciones propicias para los paseos de olla, aquellas salidas de día entero por “El Puesto” o por “El Tambo”, “Las Lomitas” o “San Nicolás”, cuando se presentaba un buen feriado y no un enguayabado y aburridor lunes “emiliani”
Consistían estas prácticas en la cocción de una gallina al fuego de secas chamizas en una explanada que contaba con espacio para un “futbolito”, luego el juego de “esconder la correa”, “escondidijos libertados” y un suculento caldo como premio a una fatigosa y asoleada jornada.
Tampoco faltaba el chocolate “parviado”, hecho en el rescoldo que dejara la cocción del almuerzo. A esto se añadía el asado de unos tiernos chócolos, hurtados del cultivo vecino.
Hoy en día, todo es parcelaciones y cultivos industriales, impenetrables por la vigilancia que ostentan. Así, las diversiones tienden a minimizarse y a quedar reducidas a “hacer pereza” en casa, hasta que llegue el próximo puente.

El Indio Campoamor

De figura esbelta, tono subido y barriga prominente, se hace parecer el gran Cacique del “Resguardo de Vueltecitas”. Siempre se le ha conocido por estos lares, domina con su presencia todo el territorio que circunda a su fonda; es líder y ostenta con orgullo esa característica; tiene el dinero suficiente para vivir bueno, el señorío necesario para que se le respete y los votos requeridos para que cualquier político lo tenga en cuenta.
Ha preferido la sencillez de que hace gala a cualquier otra forma de vivir. Su genealogía anida en las ramas de su dominio; su fonda es punto de referencia por lo estratégico de su localización. Aborda su vehículo con “chofer particular”, su hijo, como todo un gamonal ¿?????????????? No buena vida. Tolerante más no alcahuete con cuanto muchacho precoz quizo aprender a jugar billar en su negocio. Coleccionista de curiosidades y antigüedades. “Enemigo” del Inderena por ¿???????? Balsamados de la fauna criolla. Alegre, y mucho, por la policromía aplicada en las paredes de su edificación. Su negocio lo identifica, su nombre es difícil de pronunciar y de ser aceptado; su seriedad lo hace todo un señorote, su costumbre de buen vecino y servidor obliga a todos a quererlo y respetarlo.
Nunca se entromete y sin embargo es acatado para comités y juntas comunales. Su fonda “Campoalegre” es todo edeén campesino y florido en el que atienden al visitante con la sencillez que ostenta el establecimiento pero con la seriedad que inspira la presencia amenazante de los colmillos de un felino cazado en las faldas del Capiro o una intrépida comadreja, pillada in fraganti en el corral de las gallinas por el perro orejilargo que acompaña al propio Esmaragdo Molina

Un día de eleccione

Como en cualquier aldea, pueblo o ciudad del país, en nuestro municipio hay movimiento y algarabía para un día de comicios. No es una excepción la cantidad de panfletos entregados y pegados en los muros, ni es caso aparte el pregoneo en franca competencia pero, de todas maneras, ocurren casos y cosas que es bueno traer a cuento.
Herederos de las grandes divisiones nacionales, los partidos acá también se fraccionan y se vuelven trizas en pos de una curul o de una buena figuración en una lista. Así, la publicidad gráfica y oral llevan la tendencia a la intriga y a la competencia desleal en muchos casos. No ha de faltar el pasacalle alusivo a las obras inconclusas del que ya haya montado o a las promesas que, como siempre, no se cumplen. Los meses previos se caracterizan por las reuniones a granel, con aguardiente a bordo para atraer la juventud” y para cebar a los viejos. Se ofrecen cursos y cursillos, becas y beques, mercados y herramientas, guaro y música de baile, bandas de chupacobres y bandas presidenciales, trabajo por pilas en una y en otra fábrica y oficina, paseos de olla y oyetas, pavimento para carreteras, adoquín para calles, aguas de todas clases, escuelas, colegios y facultades, libros, cuadernos y lápices para todos os gustos y, ante todo, amistad a todo el que como mínimo, se mantenga allí y traiga a otros dos pacientes a la próxima cita.
Al acercarse la fecha crucial, se incrementa el guerreo de carteles y volantes: de cuatro a diez por debajo de cada puerta y cinco de ñapa por la ventana; el pasacalle que dice casi lo mismo y el afiche que tapa hasta el contador de la energía con un texto similar.
Sí cada “beneficiario” de esa lucha, recibe del Directorio aquel, del Movimiento tal, o del grupo equis, el mensaje de “sincero reconocimiento por su labor en comicios anteriores”, con la recomendación de no irse a voltear en esta ocasión “tan crucial para la democracia local y nacional”.
Muy temprano el domingo, ya los voceadores y pregoneros han ocupado el mejor lugar para su bulliciosa labor: se ven cajas de gaseosa y paquetes de pan tajado y mortadela que seguramente van a servir para mitigar el filo del medio día. Los comisionados por cada grupo para “arrastrar” votantes, se hacen presentes con sus “presas”. Se ven ven descender de dos lujosos “Lada” a diez Carmelitas semidescalzas entre perplejas y mareadas; Toñito el del Asilo, acompañado de quince ancianos más “acuden” a cumplir con su deber de cada dos años. Claudina es entrada a empellones con el voto bien empuñado en una mano y su pedacito de cédula en la otra.
Unos treinta seminaristas, previamente “adiestrados” recurren a su señorío para solicitar una papeleta sólo en el toldo que ya les es conocido. Los seguidores de Don Pacho Botero aparecen en manada luego de descender de un camión que los ha transportado desde la vereda. Cada mayordomo llega con su patrón en el asiento de atrás del lujoso carro.
No falta el desfile del triunfo que ha de rematar la jornada para quienes se creen ganadores y para quienes aspiran a beneficiarse con un buen residuo. Al lunes siguiente, se recogen toneladas de residuos, no electorales, sino de basura y escombros, lo mismo que de botellas que han dejado mojada la “ley seca”. De todas maneras, se cumple con un deber: votar y botar.

Los camiones de escalera

Esos gigantes y acaparadores vehículos que hoy por hoy se han convertido en todo un monumento nacional y sirven para hacer turismo, conservan en nuestro pueblo todas las características de la actividad para la cual fueron construidos.
Continúan mostrando su policromía y su arte “trasero” tradicional: “¿Dónde andará?” la imagen de la virgen con un cúmulo de imperfecciones faciales; un paisaje de río, bosque y cielo debidamente acompasado o un rostro de Jesús más desfigurado que el real.
Viajar, siempre resulta expectante, viajar cerca o lejos y en cualquier condición, puede resultar un “programa”. Pero, hacerlo desafiando todos los peligros, siempre resultará una aventura.
Más que una aventura es la que viven a cada semana los campesinos que se le apuntan al viaje en las escaleras veredales. El número de pasajeros no importa, lo que juega es que todos vayan y como sea. La parte que corresponde ocupar, en nada preocupa: Si es en el capacete, más “ventilado” resulta el paseo; si es colgado lateralmente, implica no desprenderse y mirar sólo hacia adentro.
En una escalera cabe de todo: Cabe la acuerpada señora que requiere de la ayuda del marido y de cinco peones para depositarla en el interior; el niño precoz que no quisiera regresar al campo; la quinceañera que anhela sentarse al lado del fogonero que le hace caritas; el borracho que se acomoda como quede, desafiando la inestabilidad del terreno y abusando del poco equilibrio que le queda.
Cabe el ternero que le corresponde “viajar” de pie, incómodo para él y para sus compañeros de nave o banca; las auyamas redondas y encartadoras, que ruedan de lado a lado; el cachorro criollo que saca osadamente la cabeza por un orificio del costal, sin atinar a entender la vida de perro que le espera; el baúl, reforzado con latas de saltines para guardar los “secretos” de la casa; la cajada de pollitos que no para de piar en todo el recorrido.
Cabe el costal que contiene una cabeza de novillo para el sancocho de la semana; el rollo de otomana, coleta o popelina para confeccionar enaguas y fundas de almohada; talegos de “Solla” para delantales, manteles y calzoncillos.
Caben los bultos de salvado, abono y melaza; los voladores para la Romería que se avecina; el galón de petróleo y el rollo de cabuya, además de 87 pasajeros que aspiran a llegar sin rodear el rancho triste para empacar de nuevo, el otro domingo, todo un camionado de ilusiones.