Arrepentimiento

Por Henry Posada Losada

In memoriam del padre, Tiberio Fernández Mafla


Todos me conocen aquí en Trujillo, mi nombre es Daniel Arcila Cardona, he asesinado el sueño, condenado a la vigilia; vago sin sosiego por las calles de éste pueblo. Sus habitantes dicen haber oído un quejido espeluznante en las madrugadas de Sonora, Andinápolis; Venecia, soy yo que camino por éstos promontorios de montañas, por sus hondos abismos, agitando las ramas de sus cafetales; mi llanto lo arrastra el tumultuoso Cauca dejando en el aire un eco que estremece las copas de los árboles, inquieta el tranquilo sueño de los animales, convoca las sombras de los muertos. No hay paz en mi corazón. Regresé aquí con apenas 27 años, era reservista del ejército nacional, había entusiasmo en mi semblante, los ímpetus de un hombre que quiere forjarse un porvenir. Sobreviví a un oscuro atentado en Pereira. Un episodio propiciado por el azar o el destino me revelaría mi verdadera naturaleza: la delación. Recuerdo vagamente aquella tarde, fui a Sonora a cargar una mora. Íbamos en la camioneta cuando nos sorprendió a mi amigo y yo un comando guerrillero que quería emboscar al ejército, quienes ejecutaban su Plan Pesca. Nos retienen y piden que los transportemos. Vi cómo entraban y salían de las casas donde guardaban armas. Sugerí algunos nombres, omití otros. Así me convertí en guía del ejército y como una obscura maldición hice alianzas con el mismísimo demonio. Soy un alma en pena y debo expiar lo que hice. No tienen perdón, igual que yo, mi mayor Urueña, el tío y el alacrán, fueron ellos quienes a la peladora y a un cambuche que llamaban irónicamente el cielo, llevaban sus víctimas, entre súplicas y sollozos. ¡Juro que no soy colaborador de la guerrilla! No me mate, mire que tengo hijos como Uds.! Algunos de rodillas, abrían los brazos implorando al cielo les concedieran la vida. El horror para quien no lo haya vivido es sólo una palabra. Mis ojos no olvidan la brutalidad de aquellas escenas, la indefensión parecía excitarlos y ya no podían parar en su macabro ritual. Vi arrancarles las uñas con tenazas, empalarlos con varillas al rojo vivo, asfixiarlos con chorros de agua a presión o utilizar sopletes de gasolina para quemarles los ojos y la piel. El furioso bramar del río Cauca, ahogaba el estridente sonido de la motosierra y erizaba la piel los aullidos de dolor de quienes como animales iban mutilando para arrojarlos sin misericordia a las negras profundidades del Cauca. la soledad se hacía cómplice de la infamia. eran campesinos, jornaleros, tenderos, ebanistas, maestras, enfermeras, puedo ver sus rostros, reconocer los colores de su ropa, sus hábitos, sus más recónditos anhelos, el número de sus zapatos, las cicatrices de sus cuerpos, el fervor en sus oraciones, el tamaño de sus penas. Con la meticulosidad de un entomólogo tomaba nota de sus vidas. Cuando se llevaron a José Norbey Galeano, el hijo de Ana Rosa Cuartas, fuí quien le dijo al Alacrán que estaría esa mañana con el padre Tiberio. Vi a su madre asomarse angustiada por la ventana todas las mañanas atisbando el regreso de su hijo. Nunca volvería. Esther Cayapú, enfermera de La Sonora aparecía en mi libreta. 59 años. Cura guerrillero"s". Líder comunitaria. Enfrentamiento con la policía en marcha campesina el 29 de Abril. Una tarde el tuso y chigüiro, a la salida de misa de 6 me abordaron. Necesitamos Danny, algunos cilantros y perros. Dijeron entre risas. Pa´pelar éste fin de semana. Señalé algunos nombres en mi lista. Amparados en las sombras de la noche fui con una cuadrilla de 30 hombres, a los corregimientos de La Sonora y el Tabor, quitamos la luz, era estratégico, y sacamos a empellones de sus casas los hermanos Arias Prado, Arnoldo Cardona, el tendero a quien le había cogido fiado unos víveres, Esther, la enfermera que ya mencioné y otros que no recuerdo. Hicimos el mismo recorrido buscando Las Violetas, era allí donde se repetía de nuevo el festín del diablo, su sólo recuerdo me horroriza…la insania con que realizaban la macabra tarea de descuartizamiento me asfixiaba y hubo ocasiones en que huí de ése aquelarre del infierno.
El dolor se cebó en éste pueblo, se oscurecieron los espejos como una maldición, el surco está abandonado, ya nadie quiere reemprender la faena que otros habían empezado. Algunos han muerto de pena moral, otros se suicidaron incapaces de respirar el aire envenado de Trujillo, algunos están postrados en sus camas mortalmente enfermos. No me quedan ilusiones aquí. Dicen otros con sus ojos secos y vacíos. He vuelto como testigo de la infamia, estoy arrepentido. Quizá si viviera el padre Tiberio, encontraría en su regazo alivio a mi tristeza, era como un gran Samán bajo el que todos encontraron cobijo, la iglesia sin él es un jacalón vacío donde un cristo roto en su altar es su vívida imagen. Vi cómo lo castraron, degollaron, cortaron sus manos. Fue con él con quien quisieron escarmentar al pueblo, profanaron ése templo de su cuerpo despedazándolo. Dicen que es un mártir, como Monseñor Arnulfo Romero en el Salvador. Ambos fueron la voz de los desheredados de la tierra, los sin pan, sin trigo ni zapatos, eso dice la gente en voz baja y oran en silencio para que les ayude; dicen también que los asesinos asesinaron el sueño. Condenados a la vigilia como yo. Aquel día de su muerte enmudecieron los animales, todo estaba pavorosamente en silencio, sólo se oía el sonido de la motosierra, las risas de los engendros que lo descuartizaron y los gritos de Ana Isabel su sobrina a quien violaron y mutilaron sus senos. Fueron arrojados en costales a las mansas corrientes del Cauca, que ése día también calló horrorizado……noche a noche mi voz se confunde con el viento que es apenas un débil lamento en las madrugadas de Trujillo. Es el castigo que debo cumplir, soy una sombra entre las sombras que quiere el perdón y no lo encuentra. Dicen los habitantes de éste pueblo, oír en las madrugadas un grito estentóreo que viene de Las violetas, soy yo, Daniel Arcila Cardona, el informante del Alacrán.

A un viejo ciego que nos dejó la Odisea y la Ilíada.

Por Henry Posada

Para Oscar Cardona, pintor de soledades.

No sabemos si era uno o muchos. Ni siquiera sabemos si existió o lo inventamos para dar un dueño y una leyenda a los poemas que fundaron el mundo en que vivimos, las cuencas vacías de sus ojos iluminan como dos soles las aguas, las islas y las playas del mediterráneo. Tampoco sabemos si las historias que cantó tuvieron raíces en la historia real o fueron fantaseadas por su imaginación incandescente. Yo lo adivino como un viejecito bondadoso y excéntrico divirtiendo a niños y ancianos con fabulosas aventuras de guerreros y monstruos en una época inusitada en que hombres y dioses andaban entreverados y las batallas se ganaban con caballos de madera, elíxires y magias, lo diviso entre sombras y chisporroteo de fogatas, en aldeas con olor a vino y aceite, pulsando su lira, acompañado por el murmullo del mar y la resaca, rodeado de caras expectantes. Su fantasía y su verba embellecían las anécdotas que traían los marineros de sus viajes: las canciones voluptuosas de las sirenas, los mordiscos de Escila y los soplidos de Caribdis que hundían a los veleros y los náufragos que se tragaba Polifemo. En el corazón de sus mitos palpitaban las chismografías de los ancianos, las endechas de las viudas y las letanías de las madres cuyos hijos raptaron los piratas para convertirlos en remeros. Imagino su cabeza como un volcán que crepita no lava ni fuego sino historias, una sinfonía de heroísmos, apariciones, pesadillas, bravatas, amores, hechicerías y fastuosas celebraciones de dioses y diosas con hombres y demonios. Nadie sabía de dónde venía y a dónde iba, sus barbas eran blancas, y sus ojos antes de vaciarse eran azules. Su túnica tenía mil remiendos y sus sandalias tan gastadas habían dado la vuelta al mundo y al trasmundo. El encanto de su voz , la suavidad de sus palabras el color y la fosforescencia con que narraba daban a sus historias la fuerza contagiosa de la danza y la música, esa estela que perseguía a sus oyentes en el sueño y los incitaba a aprender sus versos de memoria a repetirlos de padres a hijos de pueblo en pueblo y de siglo en siglo, hasta nosotros. Gracias, abuelo, inventor del occidente. Qué pobre sería nuestra historia sin tus historias, qué mediocres nuestros sueños sin tus sueños…