A un viejo ciego que nos dejó la Odisea y la Ilíada.

Por Henry Posada

Para Oscar Cardona, pintor de soledades.

No sabemos si era uno o muchos. Ni siquiera sabemos si existió o lo inventamos para dar un dueño y una leyenda a los poemas que fundaron el mundo en que vivimos, las cuencas vacías de sus ojos iluminan como dos soles las aguas, las islas y las playas del mediterráneo. Tampoco sabemos si las historias que cantó tuvieron raíces en la historia real o fueron fantaseadas por su imaginación incandescente. Yo lo adivino como un viejecito bondadoso y excéntrico divirtiendo a niños y ancianos con fabulosas aventuras de guerreros y monstruos en una época inusitada en que hombres y dioses andaban entreverados y las batallas se ganaban con caballos de madera, elíxires y magias, lo diviso entre sombras y chisporroteo de fogatas, en aldeas con olor a vino y aceite, pulsando su lira, acompañado por el murmullo del mar y la resaca, rodeado de caras expectantes. Su fantasía y su verba embellecían las anécdotas que traían los marineros de sus viajes: las canciones voluptuosas de las sirenas, los mordiscos de Escila y los soplidos de Caribdis que hundían a los veleros y los náufragos que se tragaba Polifemo. En el corazón de sus mitos palpitaban las chismografías de los ancianos, las endechas de las viudas y las letanías de las madres cuyos hijos raptaron los piratas para convertirlos en remeros. Imagino su cabeza como un volcán que crepita no lava ni fuego sino historias, una sinfonía de heroísmos, apariciones, pesadillas, bravatas, amores, hechicerías y fastuosas celebraciones de dioses y diosas con hombres y demonios. Nadie sabía de dónde venía y a dónde iba, sus barbas eran blancas, y sus ojos antes de vaciarse eran azules. Su túnica tenía mil remiendos y sus sandalias tan gastadas habían dado la vuelta al mundo y al trasmundo. El encanto de su voz , la suavidad de sus palabras el color y la fosforescencia con que narraba daban a sus historias la fuerza contagiosa de la danza y la música, esa estela que perseguía a sus oyentes en el sueño y los incitaba a aprender sus versos de memoria a repetirlos de padres a hijos de pueblo en pueblo y de siglo en siglo, hasta nosotros. Gracias, abuelo, inventor del occidente. Qué pobre sería nuestra historia sin tus historias, qué mediocres nuestros sueños sin tus sueños…