Oscureciendo

Hallábame sólo en una de esas fértiles vegas de La Ceja, tranquilo y sosegado, contemplando el panorama de un risueño atardecer: la calma de la naturaleza tenía eco en mí corazón. Todo era apacible y sereno; los ultimos rayos del sol muriente permitían ver aún los erguidos árboles que al rededor se destacaban y que mecidos suavemente por el viento, guardaban la morada de aquellos que, a su vez, lanzaban su último canto de despedida a los ardores del día para descanzar en el hondo silencio de la noche y dormir bajo el manto de los cielos. Este apacible y sereno atardecer iba cambiando.
El sol cada vez más opaco producía una sombra que hizo germinar en lo profundo de mi alma el pensameniento de que pronto llegaría una soledad tal vez oscura y peligrosa. Tomé la resolución de marcharme, pero era tarde. El camino largo y despoblado, el instantáneo cambiar de la naturaleza y el horrible miedo que infunde el misterio de una noche a un niño sin compañía y sin amparo, desvanecieron mis ánimos y caí desfallecido sobre la mullida hierba tiritando de frío y llorando de temor. Pasó la noche sin saberlo cómo, y luego despertando con la aurora, recordé que había seres que me amaban y que estarían buscándome: hacia ellos me dirigí lo más pronto posible, y los hallé desesperados creyendo que su hijo era víctima de la ingratitud y el desprendimiento, o quizá de la misma muerte.
En aquel terminar de bella aurora que, con el sol, volaba, enamorada, pensaba no con mi niñez mas sí con la ambición del prudente, en el atardecer de esta corta vida formando ilusiones en el pensamiento con infinito divagar. Como todo esto fué interrumpido por el sueño cuando hubo pasado: contemplaciones, ensueños y temores, me detuvo a meditar cómo y dónde contemplaba el panorama de la vida; si en el borrascoso lugar de la inmundicia, donde todo lo que se ve y se anhela no es sino mentira y vanidad, o en el sendero seguro del trabajo y la virtud donde toda esperanza tiene realidades positivas de felicidad temporal y eterna.