Titicaca, un mar a 4.000 metros de altura

Para llegar al lago Titicaca desde La Paz, es preciso abandonar la tristeza que produce una ciudad sucia por el polvo y por las basuras tiradas en sus calles, para adentrarse luego en la luminosidad de un valle ocre, poblado por pequeñas casas de barro y paja –las unas-, las otras plateadas por los techos de zinc, que revientan como espejos en la distancia, donde muchos pastores llevan a abrevar sus ganados de ovejas, alpacas, burros, vacas y cerdos, a la orilla de los arroyos o a la zona lacustre del lago mencionado.

Luego de atravesar una “planitud”-plenitud que hipnotiza, llegas al estrecho de Tiquiña. Llevas una mirada de 360º para ver al mismo tiempo el cordón blanquecino de los nevados, las líneas férreas, la cortina de rocas, el piedemonte con sus terrazas incas abandonadas, los cementerios y la línea mojada por el azul del lago. En Tiquiña hay que apearse del autobús porque la carretera se interrumpe. Entonces aparece un puerto, las embarcaciones con la bandera boliviana y el rumor de unas olas que hablan de un gigante sacudiéndose al ritmo de una memoria milenaria, junto a una hondonada incalculable provocada por los sismos y los dioses en el altiplano andino, donde parece mentira que se haya apostado un mar de aguas dulces.

La primera prueba de que este lago es verdaderamente un mar, aparecen cuando el ojo atisba la línea del horizonte y no ve orilla, sólo la raya del infinito y el estremecimiento de la distancia arañando la columna vertebral. Enseguida vienen los vientos fuertes que erizan la piel del agua y producen oleajes huracanados, luego las embarcaciones de gran calado con banderas de varios países –Perú y Bolivia-, y más después aparecen los numerosos pueblos apostados a sus orillas captando recursos pesqueros, tirando sus velas para ir de un lugar a otro, recreando sus ojos o meditando ante su orilla, que se vuelve escenario sagrado de ayer y siempre.

Los templos en la isla del sol y la isla de la luna, donde se bañaban las deidades y los jefes Incas, son parte de ese testimonio sacro, que ha visto florecer a través del tiempo a numerosas civilizaciones. Para los bolivianos se torna hoy aún más sagrado, por cuanto El Titicaca representa el símbolo de un Océano Pacífico perdido en una guerra estúpida con Chile hace más de un siglo. Entonces este lago suple esa derrota y esa quimera en la expresión: “¡Oh!, tenemos un mar y nuestra bandera aún ondea en las aguas”.

Al desembarcar en Tiquiña, los pasajeros del autobús cruzamos un pequeño estrecho en una canoa, mientras el bus es subido a otra, en una travesía pintoresca acrecentada por el amarillo de la tarde primaveral, el índigo subido del agua y el cielo, y mis acompañantes indígenas, ataviados con sus ponchos coloridos.

Y en Tiquiña, fiesta patronal: bohemios en las calles junto a las botellas largas de cerveza, sombras largas del tamaño de la tarde anunciando a los danzarines Aymaras, estallidos de pólvora y una multitud caminando con la banda musical de vientos metálicos y tambores, donde se funde Europa y América, en un estallido de alegría fosforescente parecido a mi estado hipnótico de percepción de viaje, de novedad, de indiferencia perfecta que todo lo ve bañado por aureolas divinas.

De Tiquiña se asciende por una carretera curva, en medio de otras imágenes idílicas con pastores de llamas y mujeres de trenzas largas labrando la tierra con sus niños juguetones, para desembocar en el pueblo de Copacabana, hecho como por un pintor, en una de las penínsulas del lago-mar del Titicaca.

La tarde en que conocí a Copacabana no había nubes en el cielo, y para mí era casi inaceptable que hubiese tanta belleza y tanta agua, a tan gran altura. Parecía Copacabana un puerto caribeño: gaviotas, embarcaciones para recrearse, playas para bañarse –pocos se atreven por lo heladas de sus corrientes-, decenas de tiendas de artesanías y hostales, y los infaltables “gringos” o “monos viajeros” con su blancura y arrogancia que carcome.

Al otro día la lluvia se ensañó en el altiplano, y el Titicaca poseía otro color: un gris zafiro con líneas plateadas de vez en vez, mezclados con un silencio estremecedor. Un frío que calaba hasta los huesos y que impedía navegar a los intrusos como yo, que nos volvemos cobardes ante estas circunstancias de la naturaleza. Pero luego el Padre Inti (Sol en Quechua) se fue asomando, las nubes se apartaron y floreció el cristalino, luego el verde esmeralda, para después dar paso a un azul tenue y luego al índigo, que se posesiona del lago como su gran dueño.

De Copacabana se avanza unos pocos kilómetros por una carretera bastante accidentada y sin asfaltar, para llegar a la frontera peruana, donde otra vez vuelvo a percibir la sensación de abandonar y entrar en un nuevo país.

Un país es un territorio con identidad social y cultural, es decir, un espacio con un aire auténtico que se percibe a la primera pisada: otra medida del tiempo, otra ideología, otro sistema político, otro acento, y desde luego, otra moneda que permita comprar y vender en este mundo globalizado de “mercachifles”.

Ambas fronteras de Bolivia, la que crucé hace poco en Brasil en Puerto Quijarro, y esta otra de Yunguyo con Perú, tienen la misma cara y generan igual impresión: la de un país, el Boliviano, con población mayoritariamente indígena (aproximadamente un 70 %), gobernado por una casta “blanca” arrogante y racista, que ha conllevado a sus mayorías a una miseria intensa. Por eso su capital, La Paz, expresa eso: el contraste de una cultura indígena que vive en otro tiempo –siglos atrás-, con la intención de unos gobernantes inspirados en la idea del “progreso occidental”, queriendo implantarlo allí. Un contraste que semeja la metáfora de querer arrastrar un tren con dos bueyes, de una gran contradicción.

En Bolivia comprendí un poco más el tiempo indio y su diferencia con el vértigo occidental. En aquel, es laxo, es decir, eterno, y por tanto no hay afán de cumplimientos: los buses por ejemplo y otros sistemas de transporte nunca salen a la hora programada, y sus habitantes meditan pacientemente sus quehaceres.

En fin, Bolivia es una película de colores donde el tiempo es aún en blanco y negro, que se mueve al ritmo de un mar sagrado que levita a 4.000 metros de altura, y que parece murmurar:

“La placidez ocurre

Cuando en nuestro corazón

Habita

La quietud del lago”.

En los desiertos peruanos, rumbo a Lima, Octubre 8 de 2001.



La Paz es una ciudad caótica en medio de un desierto; es una ciudad miserable –toda aquella que no posea “verdes”-. El único verde de La Paz es el uniforme de los policías, y en cambio predomina el color polvo, el color ladrillo.