Quibdó, capital húmeda del planeta

Quibdó, capital húmeda del enigmático Chocó, duerme a la orilla del gran río Atrato, acunada por esa serpiente oscura que nace arriba, hacia el sur, y que se extiende perezosa hasta volverse animal mítico de mil cabezas que besan el golfo salado de Urabá, donde bebe de la penumbra rosa del océano.

Quibdó es una niña negra punteada por infinitas espinas de agua que no cesan de caer, acariciada por una bruma incesante y un vaho fresco de bosque acechante que circunda como rey. Sus calles en la noche casi siempre están mojadas y tocadas por un hálito fantasmagórico que nada tiene que ver con el miedo, estremecida a ratos por un auto fantasma o un buque de vapor que atraviesa raudo por el centro del rio como un lamento, con su bandera rota, su ensimismado viaje, su indecible sopor.

Quibdó es una mujer negra caminando altiva con su paraguas enorme que recibe el goteo diminuto de unos tejados metálicos que pintó hace rato el señor tiempo con su pincel marrón, en un intento de tatuar una retrospectiva fotográfica que siempre recibe a los viajeros como un anuncio de señal luminosa sobresaliendo en el ancho verde, en el reino selva.

¿Quién pudo fundar a Quibdó? Tal vez los hijos de Caragabí -el gran dios Embera-, tal vez los apuestos cimarrones, quizás un puñado de piratas blancos venidos del anciano continente. No se sabe a ciencia cierta, lo interesante es que inspira a la primera una pregunta por el arraigo que la corriente mansa del rio intenta responder, acicalada por unas construcciones de madera o cemento que desean hablar indistintamente.

Quibdó es sensual y alegre. Canta y danza sin entender las ruinas, sin comprender la miseria, sin preocuparse por la finitud. Su esencia de puerto es similar a Leticia (la capital del Amazonas colombiano), con quien comparte el gran misterio selvático de nuestra América, el placer de la lejanía, la otredad y el milagro.

En Quibdó el agua te persigue, te persigue inmisericordemente; podrías desear la Guajira, el desierto de la Tatacoa, el ocre del Sahara. Y su color gris, de agua etérea, podría corromper tu espíritu y angustiarte y llevarte al suicidio si no comprendieras del abrigo del agua.

Quibdó es la morada estacionaria de las golondrinas italianas provenientes de un pueblo llamado San Francisco (como el santo patrono de Quibdó), que defecan en los tejados de una catedral inmensa, erigida como un monstruo inconcluso al lado del rio, que recibe toneladas de excremento de estos pájaros migrantes... Puerto de aves, estación de navegantes atraídos por el amarillo aurífero de los ríos y el verde esmeralda de los bosques. ¡Cuanta riqueza en sus orillas, cuanta demencia en su crecimiento!

Quibdó tiene un malecón que huele a Borojó, unas calles llenas de frutas inmensas parecidas a sus mujeres monumentales y a la fertilidad de sus suelos: zapotes, chontaduro, guanaconas, lulos; frutos salvajes para alimentar el amor, la danza y la alegría. El negro siempre ríe, siempre baila, siempre jode, es su placer, es su vida. Estos negros quieren construir nación, arremeten contra la globalidad con una intención separatista brava, quieren ser protagonistas de la historia de la que han sido relegados siempre; y creo que serán los últimos reyes. Ello es cierto y simple: la vida se extinguirá finalmente en el último manchón verde que resista la depredación reinante... y ese estará por estos lares. Allí, donde alas y guitarras y corazones espejos (brillantes como el ónix, como la piel chocoana) se juntaban a la orilla del gran trío Qui (3 en Embera), que significa confluencia de tres grandes ríos: Atrato, Quito y Cabí. Cantaban los poetas de ojos saltones, voz ronca, añejo vivir. Hombres únicos, como inexistentes, tocados por un aura que los vuelve etéreos, surgidos del vaho húmedo de la selva, estorbosos de su cuerpo, poblados por una telaraña fosforescente llena de ojos juguetones.

Quibdó es un privilegiado del cielo, el acueducto cae de arriba y no se requiere comprar mucha agua (aproximadamente el 50 % de los pobladores de la ciudad no tiene este servicio básico). ¿Qué ciudad del mundo, en este tiempo de sequías y desiertos, puede desdeñar sus aguas que le ahogan, para simplemente beber del cielo y bañarse de él en abundancia?

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La noche vuelve a tener fragancia, perfume de lago, esencias de las aguas recorriendo las corrientes nocturnas. La poesía otra vez instaura su dominio y me lleva por sus cauces. Pasan los negros con sus paraguas abiertos, en procesión al cementerio; hay unos muros manchados, altos, produciendo escozor, aún sin saber sus secretos de cárcel principal de la ciudad; la insistencia de la lluvia que exige estoicismo a todos, valor para lo gris y brillo para los aburrimientos. Un texto de Sábato me recuerda que la vida vale por la dignidad, por la persecución de la belleza, por el reconocimiento de los orígenes, por la solidaridad, por el ocio gastado en los atardeceres. Lo demás, ciertamente, es productividad, desasosiego y frenesí. ¡No se pudre el alma de quien sabe rumiar! ¡No se acaba el aliento de quien sabe resistir!

En las noches de Quibdó, una flauta suena distante, al compás de los ladridos dispersos de perros solitarios. ¿En qué momento la vida se convierte en un regalo? ¿En qué momento se abandona esa persecución tonta de la perfección? Parece ser que en la hora del silencio. Es lo que dicen las cometas elevadas por los niños de una escuela, y lo que dice esta lluvia que insiste en su hechizo, mientras la luna, ya llena, se niega al ocultamiento de la niebla.

Al otro día, en la tarde, el río Atrato se hizo postal: miles de nubes incendiadas atrayendo golondrinas, miles de rayos anaranjados volviéndose puentes que permitían llegar a la otra orilla, donde un hombre defecaba a la intemperie, sin importarle la gente o la belleza fosforescente de la tarde.

Cuando la lluvia no está poseída de las calles de Quibdó, crecen las columnas de polvo como jinetes salvajes haciendo rito, y uno recuerda a África y sus grandes vendavales de arena... pero esta traslación de África en el verde esmeralda chocoano se hace impensable e increíble, si no fuese porque ya conocemos la historia de la llegada de parte de este continente a América y su capítulo de la esclavitud, que ha dado origen a esta situación actual del Chocó, en la que aún se sienten sus secuelas macabras aumentadas en la deformidad urbana, en el desdén por una dosis significativa de dignidad, en el resentimiento inmisericorde que se golpea a sí mismo; en fin, en la expresión de un masoquismo social indolente. Y en contraste, unos seres esbeltos como reyes caminando en la fantasía de tapetes floridos, que ignoran la miseria circundante.

Quibdó, Chocó, Septiembre de 2003

El Departamento del Chocó en Colombia es considerado a nivel planetario como una de las zonas más húmedas del mundo y de mayor precipitación de lluvias. Cerca de Quibdó, su capital, se tienen registros de hasta 10.000 mm de precipitación anuales.