El Imperio del Becerro de Oro

Cuando se observan todos los fenómenos que muestran y demuestran la crisis social que sufre Colombia, es de primordial importancia averiguar cuáles han sido sus causas, para poder encontrar la correcta salida a esa difícil situación.
En el año de 1981 expuse la tesis del “becerro de oro” como causa de la anarquía social; y, teniendo en cuenta que hoy, el funesto ídolo tiene totalmente consolidado su imperio, estimo conveniente volver a meditar sobre el tema.
En la Sagrada Biblia (Éxodo 32) se lee que cuando Moisés bajó del monte, trayendo en sus manos las tablas de la les, encontró que su pueblo había fabricado un becerro de oro al cual adoraban como si fuera el Dios de los israelitas. Finaliza el relato diciendo que “en efecto, el señor castigó al pueblo por el crimen del becerro, que Aarón les hizo” (Éxodo 32, 25). Este relato confirma que la adoración del “becerro de oro” por el pueblo israelita fue considerada por el señor como un crimen. Y en efecto es un crimen, pues el pueblo que entroniza al “becerro de oro” como a su Dios, destruye al hombre integral, es decir, al hombre compuesto de materia y espíritu. Al espíritu lo va desgastando hasta devorarlo totalmente; al cuerpo lo hincha con la pus de los vicios.
También es un crimen porque la adoración al “becerro” trae como consecuencia una inversión de todos los valores: ya la honestidad, la sinceridad, la dignidad, el honor, la responsabilidad, la delicadeza, no son virtudes para quien adore al “becerro”; en cambio la avaricia, la envidia, el egoísmo, la rapiña y, en general, todo lo que vaya en contra de la solidaridad humana, se convierte en virtudes propias del culto al “becerro”.
Es un crimen porque se destruyen los valores espirituales, los morales, los cívicos y los intelectuales. Todos ellos son reemplazados por los que constituye el summun de la filosofía del becerro: poseer.
La entronización del “becerro de roro” es la entronización de la omnipotencia, la omnipresencia y la omniconveniencia del dinero, y donde el dinero tiene esos poderes no puede haber justicia ni moral ni orden social: la anarquía es total.
El “becerro” desboca la ambición desmedida del hombre; ambición que lo lleva a la crueldad y a una codicia que le produce una sed, un ansia de dinero, semejante a la sed producida por un estado febril: a más fiebre, más sed; a más sed, más fiebre. En el imperio del becerro, el fenómeno es así: a más oro, más sed de riqueza; a más riqueza, más sed de oro. Esta sed de oro, esta execrable codicia, produce en el hombre la grave enfermedad de la antropofagia, y es entonces cuando se convierte en un peligroso felino que sólo obedece la ley de la selva y siembra el terror por todas partes. Ya no podrá haber confianza ni seguridad, ni paz. Se instituye una guerra del hombre contra el hombre, del hombre contra la naturaleza y del hombre contra la misma sociedad; todo por ir en pos del “becerro de oro” sin limitación alguna de los medios para ello.
El “becerro” esparce un vaho que adormece la sensibilidad humana; que descaracteriza por completo al hombre y lo convierte en un siervo del dinero. Es un vaho que contamina todo el ambiente y sume a la sociedad dentro de una verdadera miseria humana. Es un vaho que destruye el valor civil, y, como consecuencia, acarrea la destrucción de la democracia.
Preguntará el lector: ¿Y quién entronizó el “becerro de oro” en nuestra querida Colombia? El “becerro” lo entronizaron nuestros dirigentes, siendo la clase política la que más contribuyó a ello, al confundir el poder con una mina.
Y no podía ser otra clase diferente a los dirigentes, pues son éstos los que establecen o señalan la ruta que debe seguir el pueblo. Por ello es por lo que los principios, las ideas y los criterios de los dirigentes son determinantes en la vida social de la comunidad. Así: si los dirigentes políticos son unos anarquistas que subestiman los principios morales que actúan en busca de un propio bienestar, el pueblo que dirigen, necesariamente, se anarquizará; si los dirigentes políticos adoran el becerro, el pueblo también lo adorará. Esa es la gran responsabilidad de los dirigentes políticos. Ellos son los guías que pueden llevar al pueblo por un buen camino o arrojarlo hacia el abismo junto con ellos.
Cuando en Colombia los dirigentes políticos subestimaron los principios y abandonaron la moral para defender solamente sus intereses, el becerro subió al altar, y fue entonces cuando los dirigentes sufrieron una mutación que los convirtió en unos simples mercenarios de contratos, puestos de trabajo y auxilios. Todo se redujo a un negocio: se negocia las ideas, los principios y hasta la misma vida humana. Ya el poder dejó de ser una honra para convertirse en un negocio; la política dejó de ser el arte de conducir el estado y se convirtió en una profesión para la cual no se considera necesaria ninguna preparación diferente a la astucia, la habilidad y la hipocresía necesaria para negociar dentro de un marco de amoralidad que le permite utilizar toda clase de medios.
El vaho del becerro tiene anestesiada la sociedad colombiana, razón por la cual perdió toda capacidad de reacción ante los negocios de los políticos: que se robaron a Caldas, que se robaron el Chocó, Bolívar; que se robaron las licoreras; que Colpuertos, las aduanas, etc., y la sociedad no se inmuta pues sabe que estamos en el imperio del “becerro”. Hechos tan graves y tan grotescos como la denuncia de un senador de la República en la cual acusa a otro senador de haber robado a la licorera, y éste en su descargo afirma que aquel robó los dineros de las obras públicas. Como quien dice: ¡Yo robé! Pero usted, ¡también robó! Y aquí no ha pasado nada. Todo eso es noticia de un día que pronto se olvida. El vaho opaca todo, no deja hacer claridad... es el triunfo del “becerro”.
Que para ser alcalde de una ciudad haya que invertir cientos de millones de pesos, nos indica que la política está convertida en un negocio, y que el poder se considera una mina. O si no ¿Cómo explicar esas inversiones para alcalde, representante, senador o concejal?
Los partidos políticos tradicionales abandonaron sus principios, los quemaron frente al altar del “becerro”, razón por la cual perdieron su identidad y se convirtieron en una montonera amorfa de compadres que sólo buscan el usufructo del poder. Son partidos que no defienden ideología alguna. Y lo peor de todo fue el hecho de haber situado sus intereses por encima de los intereses de la patria.
En el “imperio del becerro” el empresario privado también sufre una metamorfosis que lo transforma totalmente: al empresario honesto, responsable, humanitario, creador de riqueza y cumplidor de sus obligaciones sociales, lo convierte en el capitalista financiero, calculador, egoísta y rapaz, que no crea riqueza sino que la arrebata y que, para ello, no tiene limitación de medios. La prinipal característica de este tipo de dirigente económico se muestra en su venalidad de aventurero que va en pos del “becerro” a cualquier precio. Cuando no imperaba el “becerro” a este tipo de empresario se le denominaba usurero o logrero y se le trataba como un desecho social. Se le consideraba como un parásito social, ya que no crea sino que succiona la savia producida por los demás. Llegó la época de “haga plata con la plata” y vuelve a surgir el dios Midas en el espíritu del becerro.
En este imperio del becerro el mejor empresario es el que más utilidades monetarias rinda. No importa si actúa astuta, solapada y despiadadamente en contra de la sociedad. En esta lucha, no or vivir más, si por ganar el oro, el capitalista financiero sustituyó al capitalista productivo, y entonces, el hombre se fue contra el hombre y contra la misma naturaleza en una guerra sin cuartel en busca de los beneficios que pueda concederle el “becerro de oro”. Cuando ya una sociedad está completamente alienada por el dinero, el desprecio por la ley y por la autoridad gubernamental se generaliza. Esto trae como consecuencia lógica un aumento de la criminalidad seguida de una anarquía infernal. Se cumple lo dicho por el sociólogo HADES cuando pregunta: ¿”después del reinado del dinero qué ocurre? La respuesta es muy sencilla: El reinado de la sangre”.
El crimen que se comete al entronizar el dinero de oro es horroroso, pues no sólo desintegra al hombre sino que destruye la cultura del pueblo que lo adora para imponer la cultura hedonista del consumo.
En esa cultura ya deja de ser válida la duda metódica de Descartes, cuando dice: “Pienso, luego existo”, y es reemplazada por el “consumo, luego existo”. En la cultura impuesta por el becerro, el hombre busca el place r como la única finalidad de la vida.
Impuesta la filosofía del placer, necesariamente se llega a la sociedad de consumo para así quedar consolidado el imperio del “becerro de oro”. En ese imperio, al hombre se le despierta un deseo ilimitado de consumir y consumir para lo cual requiere de más y más dinero. Así establece el círculo vicioso del consumo, y la sociedad queda prácticamente esclavizada.
El consumo indiscriminado y exagerado o sea el consumismo, es un fenómeno sociológico qué, generalmente, se quiere explicar como una simple dependencia del curso de la economía. El consumismo denominado por el Papa Pablo VI como “el frenesí del consumo” genera problemas sociales muy complejos. Ese consumidor por simple vanidad y, en fin, ese consumir por consumir; ese consumir por llenar el tiempo; ese consumir sin necesidad, no satisfacerá nunca al hombre, ya que éste siempre querrá tener más para consumir más hasta llegar al desengaño, a la preocupación y el agobio que le muestran el error de descuidar el desarrollo espiritual.
En una sociedad como la colombiana que carece de las facultades para hacer del consumo un acto más equilibrado, que armonice con sus necesidades y posibilidades, el “frenesí del consumo” constituye una fuerte barrera que se opone a su desarrollo socio-económico.
Debido al avance de los medios de comunicación las sociedades pobres o en vía de desarrollo están en un estrecho contacto con los hábitos de vida de los países más avanzados. Ese continuo contacto con los países ricos estimula el esnobismo, el consumo ostensible y la adopción de patrones de consumo muy elevados que no guardan relación con la producción ni con el ingreso. En el caso colombiano esa adopción de patrones extranjeros ha tenido una mala asimilación y nos ha perjudicado no sólo en nuestra economía sino también, y esto es lo peor de todo, en nuestra cultura. Ya se está perdiendo nuestra propia identidad cultural.
Los medios de comunicación están patrocinando una cultura imitativa y, como tal, extraña y ajena; una cultura que le rinde culto al placer reconsumir; una cultura hedonista de comida, vestido, sexo y droga. Esa cultura imitativa, esnobista, muestra la falta de carácter y de personalidad propios de la sociedad de consumo.
SE está copiando los excesos de las sociedades ricas, sin tener en cuenta que esos excesos son los que están generando agudas crisis sociales en esas sociedades; sin tener en cuenta que los hábitos de vida de esas sociedades de consumo que queremos imitar, son los que han llevado al hombre a un punto de degradación moral e intelectual necesario para encarar todos los vicios.
Si usted, señor lector, analiza un poco los programas de la televisión colombiana, comprobará fácilmente las afirmaciones anteriores. Por ejemplo en nuestro canal, en el Nº 5 el de los antioqueños, el del pueblo de gran carácter y fina personalidad, en los programas musicales sólo se presenta música popular extranjera. Para presentar las canciones, se habla un poco en español y el resto en inglés. El idioma español ya les parece muy cursi. La música nuestra, lo mismo. Sólo se oye la música que requiere de juego de luces, fumarolas de vapor y una buena dosis de droga para soportar su monotonía y volumen.
En ese mismo canal se ven algunas propagandas de prendas de vestir cuyos modelos se vanaglorian simulando los ademanes y gestos del drogadicto.
Hoy se puede decir que, gracias a la televisión, Colombia está copiando los excesos de las sociedades de consumo y está perdiendo su identidad cultural.
Es necesario frenar el “frenesí del consumo” para evitar la ruina moral y material de nuestro pueblo; en otras palabras, para librarlo del nuevo conquistador: el becerro de oro.