Aranzazu y la vértebra fatal

Aranzazu y la vértebra fatal

Valencia, Rionegro, Medellín, Bogotá

I

El congreso está instalado en Valencia para resolver si Venezuela se separa de Colombia.
Un hombre de cultísimos modales, de dicción amena, castigada, meliflua, de encanto irresistible, rimada, cadenciosa y elegante hasta merecer que se le llamara “El Almibarado”; de hermosa y nobilísima cabeza con ojos expresivos y boca risueña, de timbre metálico en su voz, afable, gallardo, apuesto, generoso, de noble y hermosa presencia, de finos y elegantes modales y de la más exquisita urbanidad se sienta en el recinto del congreso, atento a sus deliberaciones. Es un neogranadino a quien el Ejecutivo, por mandato del Congreso admirable, “senado de reyes”, envía a someter la nueva constitución, que tiende a sostener la unidad grancolombiana.

II

En Rionegro se ve inusitada alegría: se celebra el natalicio de Córdoba, es día de Nuestra Señora de Arma de Rionegro y el doctor Jorge Gutiérrez de Lara contrae matrimonio con la señorita Estanislao Sáenz Montoya al cual concurren las más linajudas familias de aquella entonces aristocrática ciudad: Sáenz, Montoya, Salazares, Garcías, Campuzanos, etc.
Pero el ambiente huele a pólvora: el héroe de Ayacucho habla del tirano Bolívar, de acabar con su vida, de democracia, de Antioquia, sede de la libertad y de Rionegro capital del mundo republicano. La champaña, los malos consejos, sus glorias inmarcesibles le desvanecen la cabeza; y la champaña y la influencia del glorioso general inducen a los asistentes a la rebelión.
“El Almibarado”, el de los finos y elegantes modales, el enemigo de pasiones tumultuosas, de exageraciones e injusticias, de juicio tranquilo y equilibrado se acerca resueltamente al autor del grito inmortal de Ayacucho para persuadirlo de que no debe manchar los laureles aún frescos que enmarcaron su hermoso rostro, que su resentimiento puede quedar satisfecho exponiendo ante el Congreso de la República sus principios y sus quejas y que así la patria tendrá que doblar la deuda de gratitud contraída con él.
Pero el héroe se precipita...

III

Vélez en el 87, Berrío en el 64, Giraldo en el 56 gobiernan ejemplarmente a Antioquia; tan correctamente que Caro, prevenido contra ella, tiene, sin embargo, que hacer aquella sublime confesión: “No es difícil encontrar quien la gobierne bien; lo difícil es encontrar quien la gobierne mal”.
A qué se debe este fenómeno?
Es cierto que los mencionados son hombres epónimos; pero tambien es que ya había censo de población (157.517 habitantes); 69 distritos parroquiales con escuelas, vías de comunicación que, como la de Cuarcitos (Fredonia) a Caldas por el Cardal, rebajó en más de dos terceras partes los fletes; que había estímulo para el trabajo; que la vagancia, los garitos y el juego estaban proscritos y perseguidos; que los pueblos tenían templos y cementerios, muchos de ellos, como los de Fredonia, Belén e Itagüí, construidos con ayuda oficial; que se aumentaron los puentes, que había cárcel y casa municipal en Medellín, Antioquia y Santa Rosa; que ya Brugnely había enseñado química con discípulos tan aprovechados como el señor obispo José Joaquín Isaza; que la minería vivió días de esplendor. Quién encauzó en forma tal este departamento? Aranzazu secundado por su secretario Mariano Ospina Rodríguez y por el jefe político del cantón de Medellín, Gabriel Echeverri.

IV

Siendo gobernador de Antioquia don Juan de Dios Aranzazu, escribe a su amigo el general Juan María Gómez el 15 de enero de 1834: “Hace tres noches jugando quinquenio me sentí enfermo de repente”; después el 16 de abril le dice que la enfermedad consiste en “un absceso desde la espalda hasta la ingle” y que “los abscesos, la curva del espinazo es por daño de una vértebra” y que él “no sale de la casa ni de la hamaca”.
El 15 de agosto de 1836 le anuncia al general Gómez el matrimonio de Manuel (debe ser Manuel Vélez Barrientos, su huésped) y “hasta yo voy un día de estos y me arrodillo a que me echen la bendición aunque el espinazo no sea un buen chisme matrimonial y el mío no se presta a tales travesuras”. Estaba entonces en Rionegro. “Me he dejado cerrar las fuentes y estoy tomando purgantes” dice el 21 de julio de 1837, ya encargado de la secretaría (ministerio) de hacienda de Bogotá.
“Desde que puse patitas en esta ciudad sentí que el recio movimiento de una mala mula rucia no convenía a mi vértebra: el absceso al canto y molestias que le son consiguientes” escribe en abril de 1838. “Hace poco que he sufrido un ataque de vértebra, (sic) me está costando mucho trabajo convalecer; hoi me siento indispuesto i por eso termino aquí mi carta”. Al general Herrán el 11 de diciembre de 1839: “Desde mi cama, a donde me hallo hace la miseria de 40 días, voi a escribir a Ud. Comenzaré, dice el general Gómez, preguntándole por qué me ha olvidado? Porque Ud. No me ha contestado una carta que le escribí de Medellín el mes de octubre, será la respuesta; esa carta la recibí en postura horizontal i en postura horizontal me he visto muchas veces después, i no he tenido noticias muy ciertas de su paradero, i la complicación de negocios públicos i las desgracias de la patria, me han vuelto una completa máquina: esta será mi disculpa”.”...remito este posta por lo que puede importar a Ud. (Herrán) el saber que me he visto obligado a llamar al señor Caicedo para que se encargue del poder Ejecutivo. Este paso lo he dado desde el borde del sepulcro, a donde yo sabía, de antemano, que me conduciría el deseo de ser de alguna utilidad a mi patria y de ayudar en algo a la administración de 1841. Si logran todavía prolongar mi existencia (sic), la consagraré al servicio de nuestra querida patria”. 7 de octubre del 41 al general Herrán, presidente titular de la República le escribe: “Al generoso interés que Ud. Muestra por mi salud correspondo hablándole de su estado. Estoy destruido, reducido a los huesos i al pellejo, pero me creo todavía con la fuerza necesaria para soportar la fractura y supuración de unos abscesos que se han presentado: quizás antes de seis días habré sufrido una operación, i creo que desde la primera que se me haga, comenzaré a recobrar con alguna rapidez mi salud. Es esto decir que yo no creo ya que me muera, como creí en días pasados y así es la verdad”. 29 de noviembre del 41: “La enfermedad le había devorado dos o tres vértebras con grandísima prontitud y fue alcanzado de parálisis” dice Gómez Barrientos; y “recuerdo, añade Uribe Ángel, haber visto por las calles de Bogotá un joven envejecido prematuramente, apoyado en una muleta, encorvado bajo el peso de sus males y que parecía llevar penosamente su propio cadáver; y sobre ese busto carcomido, recuerdo haber visto una hermosa cabeza, nobilísima, calva, que lanzaba torrentes de elocuencia hasta en las conversaciones más triviales”.
“No obstante en los terribles dolores de su enfermedad en la columna vertebral, que por temporadas lo mantenían postrado y no obstante que “el mando no ofrecía el más ligero aliciente a la vanidad, pero sí estaba rodeado de peligros y de insuperables dificultades; nada más podía entonces esperarse del ejercicio de la autoridad que censuras injustas y violentas enemistades, odios y rencores, el descrédito o la muerte. El señor Aranzazu fue capaz de la heroica resolución de tomar, con evidente peligro de su vida, las riendas del gobierno, que como un hierro quemaba las manos que las tocaban. Su enfermedad se agravó rápidamente con el trabajo y los cuidados que la difícil situación de la República le causaban.
Postrado en cama, sufriendo los más crueles dolores, conservaba sereno su impasible firmeza; ni los sucesos adversos ni las noticias favorables lo alteraban; una serenidad moderada, pero sostenida e inflexible, dirigía todos sus actos, sin que el entusiasmo ni el temor tan común en los momentos de peligro, lo hicieron declinar un punto. Los tormentos no alteraban en lo mínimo su inteligencia serena y perspicaz, y despachaba con la entereza y facilidad con que pudiera hacerlo en el más completo estado de salud. Temíase a cada instante por su vida, y él, mejor que cualquier otro, conocía la magnitud del peligro, y todo el daño que le causaba su asidua consagración a los negocios públicos, que en aquellas circunstancias todos eran graves y urgentes; pero en semejantes circunstancias, su separación del ejercicio del poder ejecutivo habría acarreado la disociación de la república, y el valeroso ciudadano se resignó a morir por la salvación de la patria, lo que indefectiblemente hubiera sucedido si tan oportunamente no hubiera llegado el vicepresidente.
Mejorado algún poco el estado de su salud se consagró a útiles trabajos en el ramo de hacienda, varios de los cuales son hoy (escribía en 1845), con pocas alteraciones, leyes de la república. En su situación, una plaza en el consejo de estado podría haber tentado su patriotismo, pero lejos de eso fue el primero en proponer la supresión de aquel cuerpo (que consideraba un rodaje inútil y costoso) para lo cual influyó, aunque se le reeligió presidente de él, en 1843”. M. Osp. Dice: “El señor Aranzazu sigue muy enfermo, pero desde el lunes que se notó exteriormente el acceso (sic) él y el Dr. Cheyne han concebido esperanzas fundadas de su vida”. M.O.R. D.M.O.E. 5 nov. 1841.
Solía distraerse mirando las personas que pasaban por la calle; y habiendo visto doña Manuela Manrique, compadecida, le ofreció para su consuelo un libro.
Pareciéndole al paciente que no sería propio de un cumplido caballero devolverlo (e libro) sin haberlo leído, ni afirmar que lo leyó sin haberle dado un vistazo, resolvió abrirlo al acaso, y esto hecho quedó tan encantado de la celestial sabiduría que enceraba, que se propuso emprender la lectura metódica y lo saboreó por completo: era la Imitación de Cristo, y hablando de esto a su señora madre, lo llamaba mi libro de oro.
A mediados de 1844, el señor Aranzazu mandó a los padres (jesuitas) afectuoso saludo de bienvenida; dos de ellos fueron a casa del enfermo a corresponderle la visita, y desde las primeras frases que dijeron, él quedó encantado de la fina educación y afabilidad de trato de esos religiosos, uno de ellos el R. P. Francisco de San Román, con quien simpatizó tanto, que desde aquel día vino a ser su amigo íntimo, el depositario de las intimidades de su conciencia, el guía ilustrado en el camino de la vida espiritual, y el consolador de aquella alma tan largamente probada por punzantes y extraordinarios padecimientos corporales D.M.O.E.
Para la constitución de 20 de abril de 1843 se consultó entre otros ilustrados pensadores a Aranzazu el cual “estuvo algunos días andando la calle” pero “sufre un nuevo ataque vertebral que, aunque notablemente más suave que el pasado, lo mantiene otra vez sin movimiento en la hamaca, y probablemente dentro de 20 o 30 días abrirán el nuevo acceso (sic) que parece empieza a formarse”. M. Osp. 9 de junio de 1843. D.M.O.E.
En el salón del señor Aranzazu se hacía la tertulia alrededor de la hamaca en que reposaba el estadista valetudinario, cuando ya sus padecimientos no le permitían recibir sus amigos en otra posición; y frecuentaban su salón, entre otros, el señor arzobispo Mosquera, don Mariano Ospina, el Dr. Márquez, don José Rafael Mosquera, don Ignacio Gutiérrez, don Telésforo Sánchez Rendón, don Lino de Pombo, los generales Juan María Gómez y Herrán y el coronel Joaquín Acosta.
Allí solían acudir hombres de estado de la época grancolombiana, como don Luis Andrés Baralt y el doctor José Manuel Restrepo y poetas filósofos a lo don José Eusebio Caro y don Ricardo de La Parra.
El doctor Cheyne, natural de Escocia, médico de la Legión Británica y amigo de Bolívar era el más renombrado médico de Bogotá y tomó muy a pechos la asistencia de su amigo Aranzazu. “Los medicamentos que emplea son de un inglés que tiene grandes talentos, una profunda experiencia y un generoso y decidido interés por salvarme”. Nos decía Nepomuceno antes de anoche (a Telésforo y a mí) al ir a tomar el narcótico, que en la botica se espantaban con las recetas, pero que encogían los hombros y decían: “hay que despacharla porque trae la firma del doctor Cheyne”. Yo dije para mi coleto: ya descampa y llueve cigarros, y si no fuera por la confianza absoluta que tengo en tan eminente profesor, había creído anoche que era la hora de liar los corotos...” (Aranzazu a su madre).
El señor Aranzazu era de facilísimo acceso para todos y nadie salió de su presencia disgustado. Los placeres de la conversación eran su casi exclusivo goce, y su genio festivo y su imaginación poética la sazonaban con chistosas agudezas y pensamientos brillantes...
...No puede fijarse la atención sin asombro en ese contraste raro de invalidez y padecimientos, de estoica fortaleza y animación intelectual: si él pareciera un enigma, la clave se encontrará en la variedad de sus conocimientos, en sus hábitos de meditación y de trabajo, en sus robustas facultades mentales, y en un fondo inagotable de filosofía sublime que le hacía indiferente a las dolencias y superior a todas las miserias del mundo material. Y era sólo un alma fuerte aprisionada en un cuerpo enfermizo, una cabeza vigorosa dominando (sic) acerbos sufrimientos físicos lo que en medio de atenciones tan graves constituía su existencia, desgraciada y precaria para el círculo de sus amigos, animada y brillante a los ojos de la sociedad”. (Lino Pombo. D.M.O.E.).
“El timbre metálico de su voz, y su fisonomía, aunque moribunda, línea de nobleza y distinción, daban a su palabra un encanto irresistible. Las inmensas lecturas a que se entregó en sus últimos años, habían robustecido su natural talento, y su conversación además de rimada y cadenciosa, era instructiva y sustancial...” (Emiro Kastos. D.M.O.E.).
En 1844 le apareció un cáncer en la lengua y se preparó para morir como filósofo y como cristiano recibiendo con fe los sacramentos. Se necesita haber visto para formarse una idea exacta de la entereza con que sobreponía a los terribles y variados sufrimientos que sin cesar le martirizaban, pero eran insuficientes para abatirle. Conservaba en medio de ellos su cortesía y jovialidad; no había dolor alguno capaz de arrancarle una expresión descompuesta, ni combinación de sufrimientos capaz de desesperarle...
A la imperturbable serenidad del estoico reunía la resignación valerosa del cristiano... M.Osp. En su última hora se hallaban en la cabecera de su lecho, su confesor el R. P. San Román, el doctor Ospina y el general Juan María Gómez, don Telésforo Sánchez Rendón, y sus fieles servidores Nepomuceno Aranzazu (un negro inteligente y muy caballeroso) y Manuela Ruiz.
Murió “en imponente y sosegada calma”, el 14 de abril de 1845, a las cinco y media a.m. D.M.O.E.