La casa de Juan Pablo Bernal

(tomado de Las casas de La Ceja de la revista El Cocuyo)

Partiendo del crucero de la calle Gutiérrez González con la carrera Bolívar hacia el norte, la primera casa que se encuentra a mano derecha perteneció a Juan Pablo Bernal Londoño y en ella vivió muchos años y en ella murió.
Es una casa muy grande, de amplísimas piezas lo que no obsta para que el patio principal tenga corredores amplios en claustro. De pavimento de ladrillo limpísimo, tan limpio que se puede comer en él, según la frase socorrida en el pueblo, la limpieza vive allí como en su casa y el aspecto severo y señorial da la sensación de encontrarse uno en una casa que de la castiza España hubiera sido trasladada a uno de los rincones de América.
El 26 de junio de este año se cumplió el primer centenario del nacimiento de Juan Pablo, uno de los hombres más perfectamente definidos que haya producido esta población.
Fue hijo de Protasio Bernal Bernal y de Juliana Londoño Isaza y se le pondría el nombre de Juan Pablo por haber nacido el día de los santos mártires Juan y Pablo, según costumbre sostenida invariablemente por nuestros mayores de bautizar al niño e imponerle el nombre o los nombres del santo del día de su nacimiento, práctica muy conforme con el espíritu cristiano pero que por desgracia la vamos viendo desaparecer para reemplazarla por otra que sustituye a los nombres cristianos otros o de origen mitológico o tomados crudamente de lenguas extranjeras como si nuestra religión y nuestro idioma no fueran canteras inexhaustas y de veneros inagotables para extraer de allí nombres hermosos y castizos que han de servir de distintivo a hombres en la sociedad y en los fastos eternos en que los cataloga para siempre la Santa Madre Iglesia Católica.
Juan Pablo sólo tuvo tres hermanos: Pedro Antonio, Bonifacio y Juan de Dios.
Pedro Antonio fue en alguna época el mejor calígrafo que hubo en Medellín; Bonifacio murió cuando hacía estudios de Medicina; y Juan de Dios, militar pundonoroso y valiente, sucumbió dolorosamente, con el grado de capitán, el 30 de junio de 1855, en el asalto del general Cándido Tolosa a la guarnición acantonada en Rionegro, asalto que fue preludio del saqueo que debería llevarse a cabo el día siguiente en La Ceja.
Juan Pablo hizo estudios en el colegio que fundó el señor cura de La Ceja, Pbro. Dr. José Joaquín Isaza, y pasó luego al seminario de Medellín abierto el 3 de febrero de 1869 donde permaneció poco tiempo.
Las guerras civiles, enfermedad crónica de nuestra patria en el siglo pasado, lo llevaron a las llanuras del Tolima, donde, a orillas del río Cuamo, se libró del 20 al 22 de noviembre de 1876 la batalla de garrapata en la que lucharon los generales Marceliano Vélez, Antonio Basilio Cuervo y Don Abraham Moreno, como conservadores; y los generales Santos Acosta, Sergio Camargo, José María Echevarria, como liberales.
Como capellanes estuvieron los Pbros. Aparicio Gutiérrez, Clemente Guzmán, Ignacio Pineda, Eloy Rojas, Daniel Florencio Sánchez y Juan María Acosta. Los historiadores no se cansan de ponderar el cuadro de proporciones apocalípticas y de visiones dantescas que presentaba ese campo en que ninguno de los bandos ganó y en el que sólo la muerte pudo exhibir el botín del triunfo. El 21 por la noche había en el campo 1490 muertos y 800 heridos. Imagínese el lector los ríos de sangre que corrían de las arterias rotas de más de dos mil hombres y los ayes y lamentos de los heridos, desesperados por el dolor y sin tener a quien acudir porque los pocos médicos y enfermeras no tenían tiempo para atender a esa inmensa multitud de hombres despedazados y esparcidos en el campo.
Juan Pablo fue de los heridos. Recibió un balazo en ambas piernas y la bala permaneció incrustada en el fémur toda la vida. Esa bala aplastada por el choque contra el hueso se conserva en su casa todavía con religiosa veneración.
Pero la herida no fue lo peor: por el inevitable abandono de los heridos que no tenían quien los atendiera, vino la infección a la que siguió la aparición de gusanos que se alimentaban y se multiplicaban en la carne podrida.
Los auxilios y la compasión de su coterráneo Luis Llano le sirvieron para librarlo de una muerte inminente.
En esa batalla fueron compañeros suyos David Marulanda, padre de Alejandro; Valerio Carmona, de los anselmitos; Jesús Ramírez, de Guamito, a quien le quedó inutilizado un brazo; Andrés López y N. Osorio. Cuando el departamento estaba dividido en provincias desempeñó el cargo de prefecto; y hasta su muerte desempeñó por muchos años la notaría de La Ceja. Concurrió a la asamblea departamental y a la cámara de representantes.
En la batalla de Salamina en 1879, en la que el general Valentín Deaza venció a los conservadores comandados por los Cosmes (Marulanda y González) fue hecho prisionero y conducido a Medellín. Los presos pasaron por La Ceja, por la carrera de Bermúdez, amarrados con lazos por la espalda de a dos, recibiendo por todas las poblaciones del tránsito el insulto, el sarcasmo, la burla y hasta la basura.... de parte de personas pertenecientes al partido vencedor. Ese lazo lo conserva todavía su familia. Juzgamos que sería en esa batalla donde recibió el grado de coronel..
Están acordes los que lo conocieron en que su voz era de las más armoniosas que ha habido y que su ejecución de obras musicales era perfecta. El Pbro. Nacianceno Ramírez, de la familia de La Ceja, pues es nieto de Rafael Ramírez, de Patuco, es autoridad indiscutible en música. Baste saber que desde que era seminarista, hace cerca de cuarenta años, fue nombrado organista de la catedral de Medellín, para suceder nada más que al gran Gonzalo Vidal; y que en discusiones musicales venció al alemán Merz, enviado por la casa constructora del órgano de la basílica menor de Medellín. Pues bien, hemos oído decir al Padre Ramírez que no hay una voz ni una ejecución como como las de Juan Pablo: “si acaso, nos ha dicho, podrían citarse como iguales a Pedro Santamaría o al famoso médico mexicano Alfonso Ortiz Tirado”.
La iglesia parroquial de La Ceja nunca volverá a resonar con esos cantos en las salves de mayo y de la Inmaculada ni en la procesión de Once se volverán a oír las estaciones de Vidal cantadas con tanta hermosura como cuando lo hacían Juan Pablo y Alejandro Bernal.
La notaría de La Ceja y mil escritos dispersos por todas partes están atestiguando la belleza y claridad de su letra; pero no pueden mostrar la facilidad y celeridad con que lo hacía. Pensar que la pluma diminuta que ejecutó con maestría sin igual esos signos tan perfectos era dirigida magistralmente por esa mano tan grande, es casi increíble. Y resulta casi mentiroso afirmar que leía sin usar anteojos a pesar de que murió de más de setenta años.
Su distinción personal, resultado de una estatura mayor que la común con cuerpo perfectamente proporcionado, siempre vestido de negro y de andar majestuoso; y su voz tan clara y tan armoniosa comunicaba a sus discursos ese encanto y atracción cautivadora que los oyentes recibían con fruición como deliciosa cascada refrigerante.
El colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y la Congregación tuvieron en él, aún desde antes de su llegada a esta población, el sostenedor más decidido y eficaz; y cuando la incomprensión y el desdén se cernían sobre la venerable comunidad; y licuando la guerra descarada pretendía nada menos que su expulsión, él siempre estuvo de su lado no sólo con su apoyo moral sino con su presencia. Se le veía pasar las tardes en compañía de los Hermanos dialogando con ellos y como al principio muchos de ellos habían sido expulsados por el gobierno francés en los primeros años del presente siglo, la lengua usada era el francés.
Con la misma gracia, naturalidad y soltura con que cantaba una pieza religiosa o profana o escribía una hermosa página, con esa misma montaba a caballo, enlazaba un animal, leía la sentencia el Viernes santo o tocaba el tiple o la guitarra. No se le conoció vicio alguno ni aun el de fumar y si se veía en el templo con respetuoso recogimiento y oyendo la misa arrodillado desde el principio hasta el fin.
Contrajo matrimonio con la señora Carlota Bernal, descendiente del doctor Cosme Nicolás González y, por tanto, ligada con vínculos estrechos de parentesco con los doctores Gutiérrez González y Aranzazu. Entre sus hijos ha sobresalido José maría, alcalde de Medellín, gobernador de Antioquia y ministro de hacienda y de guerra; Nicolás, ingeniero como José María, que ha sido igual como oficinista y Mercedes, religiosa del carmen de La Ceja.
Entre sus nietos se cuentan los presbíteros Luis Alfonso Londoño Bernal, hijo de Juliana y Jesús Bernal Vélez, hijo de Efraín; y los jesuitas Antonio y Alfredo y Magdalena, hermana salesiana, hijos de Juan Pablo.
Su muerte acaeció el 26 de noviembre de 1926. En el centenario de su muerte “EL COCUYO” rinde un tributo emocionado a su veneranda memoria y se asocia a su familia.