Don Jesús, don Antonio y don Tulio García

(Texto de la ponencia de Alberto Bernal González como miembro del Centro de Historia “Juan de Dios Aranzazu”) Publicado en Opinión Cejeña en mayo de 1990

A comienzos de la segunda década de esta centuria una humilde mujer y madre soltera abandono con su hijita de seis años el oriental pueblo de San Rafael, aquí en Antioquia. Se venía con su hija y un atado de ropa porque no tenía con quien juntar dos gritos para que, lanzados de filo a filo, se besaran en a mitad de un cañón, ni quien le cantase bambucos en las calientes noches de su aurífera tierra, ni albergaba tampoco la esperanza de que un arriero llegara a envolver entre su mulera el suave cuerpo de su hijita.
Llegado que hubo a La Ceja hizo por su sustento y el de su hija lo único que sabía hacer entre bambuco y guabina por ella entonados: quitar de sábanas ajenas el olor a pecado dulce. Pronto, el hogar de esa mujer recibió alegremente a otros tres hijos varones, si bien extramatrimonial nunca carente de cariño, afecto y ternura. Fueron tres hombres a quienes, más que el vínculo de la sangre por haber sido concebidos en el mismo vientre, ataría otro lazo más fuerte aún: el del gusto por las expresiones artísticas y en especial, por la música.
El mayor aprendió a leer una partitura y a interpretarla en la flauta traversa con la guía del maestro Samuel Bernal Patiño, mi papá, quien lo hizo integrante del Coro y la Banda parroquiales. Pero –escasas excepciones hechas- está comprobado que la cultura y el arte nunca han sido buenos negocios ni profesiones rentables; sino, los grupos financieros ya los habrían monopolizado. Por eso nuestro amigo hubo de derivar su sustento de otra actividad distinta a la música, y el local de su industria se convirtió prontamente en el meridiano de la cultura cejeña de la época. Por allí desfilaron en cordial y amable tertulia, adobada con el dulce aguardiente de caña, personajes de la talla de Carlos Vieco Ortiz, el dueto de Obdulio y Julián con su guitarrista el maestro Flórez, los violinistas Gerardo García y Jorge Torres (médico radiólogo a la vez), los humoristas “Montecristo” y “Chalupín”, el tenor Jorge Ochoa, el barítono Gustavo López, el trío “Las Estrellas” con Blanca y Miryam Araque, el inolvidable Luis Alberto Zapata con su atenorada voz de mariachi y su guitarrón mexicano, el gran declamador, compositor y “medio” pianista José Ríos (Alias José de los Ríos) y el maestro Manuel J. Bernal. (A propósito de Gerardo garcía nunca fue aceptado como profesor en un Conservatorio por falta de un título académico, pero nunca tampoco ningún concertista de violín le supo sacar el sonido zángano que él sí le sacaba a cualquier violín que cayera en sus manos). Allí se armaban las serenatas para las damitas de entonces: las Uribe, las Vélez, las Ángel, las Londoño, etc., y novio o hijo que se respetaran no obviaban la obligada visita a este lugar para contratar una serenata para su amada o su madre, con ese personaje y sus contertulios.

El segundo de estos muchachos aprendió a tocar el tiple y se juntó con Ángel Villegas, Francisco -“Quico”- Cardona, José Guzmán, Miguel Villegas, Juan Esteban –“Teco”- Chica, Ricardo Villada y hermanos y Jaime Osorio y hermanos, para conformar una estudiantina que muchos de los que me escuchan recordarán con nostalgia. A la partida del mayor para Medellín, y por razones de trabajo, éste quedó al frente del negocio; las “necesidades del servicio” lo obligaron a aprender a tocar la flauta y a leer música, guiado también por mi papá, quien lo incluyó en la orquesta que montaba especialmente para acompañar al Coro en la procesión del Vía crucis que se efectúa los Viernes Santos y durante la cual se tocan y cantan unas estaciones españolas, sevillanas por más señas, que –en mi concepto- son pequeñas zarzuelas sin el fragmento hablado. Fue también compositor. De su cosecha escuchábamos el porro “Mi compadre”, la criolla “Celos” y el bambuco “Cejeñita”, este último con música del Maestro Jesús Bernal González.
Este segundo hijo le enseñó al tercero y al último a tocar el tiple, pero las exigencias del grupo lo forzaron a especializarse después como guitarrista marcante. He oído conceptos de especialistas, como Rufino Duque V., que lo califican como uno de los mejores guitarristas de Colombia, a pesar de que nunca supo donde está un do en el pentagrama. Por ahí anda, “muy tieso y muy majo”, colgado de una “Pilsen” al clima, “... aquí ‘sperando, hombre Alberto, qu’ialguno de aquellos (se refiere a “Candonga”, Joel Rivera o Pedro -“Bambuco”- Ramírez) me llame, p’a irnos a tocar cualquier cosita a mil pesos la hora p’a cada uno...”, dice.
Señores académicos: he hecho una muy superficial semblanza de tres personajes que brillan con luz propia en el firmamento musical de La Ceja, a los cuales espero haberles dado un merecido óvolo para su introducción en la historia reciente de nuestro terruño. Todos los conocimos como don Suso, don Antonio y don Tulio García; los dos primeros, sastres, también de reconocido prestigio, ya fallecidos. Tres hombres que si bien no tuvieron padre conocido, si se sumergieron a profundidad en las límpidas aguas de la ternura, el calor y el amor materno y succionaron en la leche de su madre el amor por ese arte llamado “lenguaje de los dioses”: la música. Todos ellos fundaron hogares respetables y respetados por las calidades humanas, morales, intelectuales y artísticas de sus descendientes. Por eso les rindo tributo hoy en ésta, mi primera intervención. Porque sus nombres se hacen almíbar en los labios de quienes los pronuncian y endulzan la hiel y el vinagre que nuestra inmadura democracia y la falta de una educación verdaderamente integral de la persona humana nos están obligados a beber en esta época. Muchas gracias por haberme recibido como miembro.