El Pesebre

Hace algunos meses, me tocó asistir a un desalojo ordenado por un juzgado, pero no a uno de esos desalojos por restitución de bienes inmuebles ocupados por inquilinos que se atrasan en sus obligaciones y son expulsados a la calle después de probar su incumplimiento; fue algo muy diferente, se trataba de una pobre anciana que por varios años ocupó un pedacito de tierra ajena y allí levantó con tablas, plástico y anjeo su pequeño rancho de dos compartimentos, uno para albergar a sus animales domésticos: un perrito, unas cuantas gallinas, un pavo real silvestre y el infaltable gallo de gran cresta y linaje; contiguo al corral, otro similar cubierto con plástico por techo y cartones amarrados al anjeo por paredes; dentro una cama improvisada en palos de monte, un colchón viejo y una mesita de madera donde disponía algunos utensilios de cocina; afuera, tres piedras no más por fogón de leña. Me dio tristeza de la pobre vieja, pero más tristeza del epulón que reclamaba aquel pedacito de tierra porque mirar para cualquier punto cardinal era verificar sus pertenencias; la abundancia y riqueza de una tierra que no alcanzaba a recorrer sino después de muchos días montado en algunas de sus tantas finas bestias, y acompañado eso sí, por diestros y bravos capataces resueltos a todo con tal de no privar a su patrón del dominio legal sobre un suelo injustamente repartido.

No puedo negar mi pasión por los pesebres; me encanta ver cómo las familias, con cajas, raíces, aserrín y papeles pintados, arman amorosamente un escenario que nos recuerda la total pobreza en que nació Jesús; y en esos pesebres parezco ver a tantas familias humildes como la de aquella anciana que no tenía por más compañía sino unos cuantos animales que la seguían a dónde ella fuera; que en el mismo monte buscaba su sustento, porque válgame Dios! si aquella tierra quedaba lejos del pueblo!

Ese día, para colmo de males empezó a llover insolentemente; los capataces sacaron de sus alforjas sus finas capas, para hacer más cómoda la diligencia, ellos mismos le observaron a la anciana el motivo de la visita y le dijeron que debían traerla al pueblo; la anciana nada respondió, permaneció en silencio, muda como las mismas piedras donde al parecer por tanto tiempo levantó fogón para cocer sus pobres alimentos; y arrebatada de ese suelo, fue traída la anciana hasta la Comisaría del lugar, donde se encargarían de ubicarla en algún albergue para ancianos desamparados.

En estos tiempos de Navidad, muchas familias tienen la holgura de derrochar, de botar comida, de quemar dinero en pólvora, de beber y comer hasta la saciedad, sin embargo hay cientos y miles que como aquella pobre anciana o Jesús en el pesebre carecen de todo, hasta del abrigo noble de los animales. En el lugar, luego arrasado por la fuerza de los funcionarios encargados de cumplir la orden judicial presencié tantos hogares arrasados por la violencia, por los vicios, por el abandono y no tuve más remedio que contener mis lágrimas y pedirle a Dios ablandara el corazón de tantos hombres que se han dejado endurecer de la maldad. Qué bueno es reunir la familia alrededor del pesebre y compartir el calor de los hogares y el perdón de los corazones; llevar de pronto un regalito al vecino y sentirnos en ese detalle dueños absolutos, propietarios absolutos, no de tierras ni de cosas materiales sino de un cielo de amor capaz de contenerlo todo!

El pesebre, ese mismo que nos recuerda la llegada de JESÚS al mundo, es el pesebre de tantos niños que duermen en los andenes o la entrada a los teatros y los estadios; es el pesebre de hombres y mujeres que vagan errabundos sin otra patria distinta a la calle, porque el vicio los ha expulsado de sus hogares y ahora se pierden en el anonimato y la pestilencia de espacios públicos que de “calientes” solamente tienen el apelativo; sin embargo, allí todo es frío; el que cala los huesos y pone a zumbar las tripas de hambre y las balas; el del miedo que se siente cuando en medio de la oscuridad no brillan las estrellas pero si los cuchillos y el odio, por una ciudad que palpita, mientras en las afueras, tantos pesebres invadidos por el mal, en sus incontables manifestaciones.

Que el pesebre nuestro, ese frente al cual nos sentamos a entonar villancicos, sea un pesebre de amor fraterno, de perdón y olvido, de aprender la lección de compartir pero no por Navidad sino por siempre. Jesús, sin duda nos traerá muchos regalos; pero no siempre esperemos esos regalos, salgamos también a darnos; a compartir algo con tantos necesitados; no es en lo mucho sino en lo poco que se da con amor, en donde nos identificamos con el verdadero hermano. Es en verdad muy bello y valioso, tanto para la sociedad como para la Iglesia, ver familias enteras reunidas alrededor del pesebre; pero es más bello y valioso aún ver a muchas de esas familias que en la cunita dispuesta para el Niño Dios, ponen la enfermedad del vecino, o el niño abandonado, o la anciana pobre que me tocó ver expulsarla de ese rancho ajeno, pero finalmente encontró un pesebre en un hogar de albergue, donde la parroquia del lugar le propicia un espacio para vivir sus últimos días de manera digna, comiendo puntualmente sus alimentos y durmiendo en un lecho pobre, pero igualmente digno.

Para el próximo sábado ya habrá nacido el Niño Dios; construyamos como aquella anciana un pesebre en nuestros corazones, seguros de que Dios no vendrá a desalojarnos, sino a habitar en él. En nombre de mis compañeros de cabina, del Padre Juan David, Jorge Mario, Adriana, reciban un cordial saludo de Navidad y los mejores parabienes, no para el 2009, sino para siempre.