Sólo quiero que me escuche

Todos los nombres, como de cualquier historia de tal estilo, están cambiados. Lo único que se conserva intacto es el tiempo, la realidad, el dolor y los escenarios.


Mi nombre ya está dicho, pero si de algo vale repetirlo me llamo Alina, hija de Pedro Juan Mira, un campesino que buscó ayuda en la tierra para cosechar en ella la comidita apenas necesaria para levantarnos sanos y fuertes. Mi madre se llamaba Sofía, Sofía nada más, a secas, era hija de los Ramírez que hace tiempos vinieron a colonizar estas tierras a punta de azadón y machete. Era muy hermosa mi madre, todavía tengo en mi mente, fresca, latente, la imagen de ella cuando la mañana del domingo en que la mataron, me sacó de la cama y me dijo que fuéramos a la misa más temprano. Acostumbrábamos empezar a ensillar las bestias a eso de las nueve de la mañana, después del desayuno, para bajar al pueblo a la misita y luego a hacer el mercado, pero esa mañana del domingo 30 de septiembre, hace exactamente siete años, irrumpieron en la casa diez hombres fuertemente armados y sin mediar explicación alguna empezaron a disparar sin ninguna conmiseración a diestra y siniestra. De pronto oímos voces y gritos como salidos de todas partes, como provenientes del mismo fondo de la tierra:
-¡Acabemos con todos estos hijueputas colaboradores de la guerrilla!
-¡Dónde está el malparido de Julián, busquen ese malparido sapo!
Se referían a mi hijo que hacía poco mi mamá lo había mandado a la troja de la casa a recoger un almud de café para llevar al pueblo, y en aquel doloroso momento estaba encerrado allí, precisamente donde guardábamos el café ya seco, las semillas, los abonos y las herramientas, entre otras cosas necesarias en la finca. Más tarde, reconstruyendo los hechos, me contó que cuando él sintió la algarabía que parecía del diablo, se metió debajo del arrume de unos costales que también guardábamos allí, porque se imaginó que venían a matarnos, y le tocó contener la respiración cuando sintió que unos hombres echaron abajo la puerta de la troja donde estaba, pero que gracias a Dios no lo vieron, de otra forma no estaría contando el cuento. Minutos antes de este doloroso acontecimiento mi mamá me había servido una taza de chocolate en una mesita que teníamos en el corredor de la casa, donde nos sentábamos todas las tardes a ver ocultarse el sol y a escuchar el canto de las cigarras fundirse armoniosamente con el ruido natural del río Cirsia, que se precipitaba ufano por las estribaciones de las montañas, mientras desde lo profundo de la cañada se dejaban venir los olores frescos de la selva y se mezclaban por momentos con el olor del café ya maduro. Cuando me llevó la taza de café reparé como nunca los ojos de mamá: eran unos ojos negros, un poco tristes porque sus párpados eran acentuados, como los mismos párpados que les pintan a las vírgenes, para hacerlas ver mucho más inmaculadas de lo que son; es que mi madre era una virgen inmaculada, y cuando reía se hacía mucho más pulcra y bella. Era tan esbelta mi madre, que daba envidia contemplar su natural belleza; su tez trigueña le daba un aire de nobleza incomparable y sus labios menudos, pulidos con pincel divino, cuando reían dejaban ver una dentadura impecable, blanca como el nácar… yo creo que mi padre se enamoró empezando por su sonrisa. Mi madre era una reina campesina, tenía un cuerpo bellísimo, envidiable, esbelto, su cintura era menuda, sus senos pequeños, era garbosa mi madre, sencillamente hermosa, sencillamente humilde… no entiendo por qué me la mataron, si nosotros con nadie nos metíamos.
Por nuestras tierras pasaban gentes extrañas, hombres armados de todos los pelambres, pero una, inerme ante tanta violencia con nadie trataba. Mi madre era silenciosa, de muy pocas palabras. A veces se acercaban algunos de esos hombres y pedían escasamente agua, lo mismo que el ejército, que de vez en cuando bajaba por allá, arrimaban a la casa y pedían agua. Allá, en la mesita del corredor, donde precisamente nos sentábamos a contemplar las tardes, fueran de invierno o de verano, siempre permanecía un porrón de agua fresca y vasitos para beberla. Cualesquiera que estuviera en la casa, les daba permiso y se acercaban a beber… todos daban las gracias… me extraña todavía lo sucedido porque el único vínculo o nexo que tuvimos con personas extrañas en la finca del Jordán fue estar en medio de un paso obligado para otras veredas. Mi madre nada tenía que ver con la guerra infame de este país y por eso, creo que quienes la asesinaron jamás lograrán alcanzar mi perdón, la dejaron tendida al pie de “Bolita”, que era el nombre de la bestia más mansita que tenía papá… pero a pesar de lo mansita, de no haber estado amarrada al abrevadero, seguramente se habría tirado por encima de la cerca, ¡porque hasta hizo del cuerpo el pobre animal!... todo el horror que viví ese 30 de septiembre no se desdibuja de mi mente, recuerdo cuando irrumpieron hacia el baño mientras yo corrí a esconderme en el escaparate de la alcoba de papá y mamá, recordé que mi papá estaba allá, alistándose también para salir con nosotros al pueblo y él como que en un principio no entendió lo que pasaba porque no se movió de la cama. A mí el instinto de conservación o el mismo terror a la muerte, me llevó a esconderme en el closet mientras veía a mi papá sentado al pie de la cama, creo que fumándose un cigarrillo mientras se ponía el mejor calzado para salir al pueblo, sobre todo a la misita. Es que éramos de misa dominical, y así estuviera lloviendo o tronando, no faltábamos nunca a la iglesia. Seguía escuchando gritos y frases incoherentes y confusas, otras las entendía claramente en medio del terror que me angustiaba.
-¡Perro hijueputa! ¿Por qué te escondés?, gritó un hombre y me di cuenta de que trataban con mi papá.
-Por amor a Dios no nos hagan daño, nosotros no debemos nada, no nos hagan daño, por amor a Dios, repetía mi papá, hasta que escuché varios disparos y no volví a escuchar los ruegos de mi padre. Como que lo sacaron a empellones hasta el patio que da a la alberca y allí lo asesinaron sin misericordia; pobre mi papá, tanto que trabajó, tanto que luchó, tanto que guardó silencio, y para nada le sirvió haber sido tan bueno… los asesinos no tuvieron piedad con este hombre tan bueno, que el único pecado que cometió fue haber sido un campesino honesto.
La escena de mi casa después de este múltiple crimen era de horror; después me tocó limpiar sangre de mi padre desde la alcoba hasta en el corredor de la casa, como que le dispararon en la propia cama y herido lo sacaron arrastrando, lo mismo que la de mi hermanito que apenas se disponía a levantarse, y ahí quedó, víctima de los asesinos, al pie de su camita. ¿Por qué pasan estas cosas en un país tan bello como Colombia?... ¿qué estamos pagando los campesinos en una guerra a la que nosotros jamás les hemos pedido que nos conviden?
Con la irrupción de ese grupo armado aquella mañana dominical a mi casa, lo perdí casi todo, solamente se me salvó mi hijo Julián que se escondió bajo los costales de café que estaban arrumados en un rincón de la troja, se llevaron a mi marido y a mi otro hijo, el menor, de quienes hasta ahora nada sé. No recuerdo en ese momento de horror en dónde estaban ellos. Aquella semana mi niño menor había sacado un cafecito a secar y ya tenía amarrado el jotico a la bestia para venderlo ese domingo, porque pensaba con esa platica dizque comprarse una camiseta del Nacional. Tantos años después de ese dolor, he tocado puertas y puertas, pero en ninguna parte me dan razón de ellos ni de la situación, vago sola y pobre, después de que en la casita nada nos faltaba. Soy una desplazada más por la violencia, a la que nunca nos hicimos los convidados y en la que seguiremos llevando la peor parte.
A las horas del medio día bajó el Ejército y la Fiscalía, después de que todo estaba consumado… cuando todo hubo pasado, salí del escaparate a pedir ayuda y me encontré con mi hijo Julián que apenas tenía cuando eso 14 añitos. Cogimos falda arriba pero ya venían unos vecinos a socorrernos. Todavía no entiendo cómo se enteraron las autoridades, lo cierto del caso fue que allá aparecieron; nos preguntaron que quiénes habían cometido esos crímenes, les dijimos que los vecinos habían visto bajar como diez hombres fuertemente armados, pero que nosotros no habíamos alcanzado ni a reconocerlos, ni mucho menos a contarlos, ni mucho menos sabíamos quiénes eran; fueron los mismos soldados comandados por un teniente de apellido Garoa los que aseveraron que había sido el Bloque Héroes de Granada de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, pero a nosotros nada nos constó porque empujados por el instinto de conservación o por la luz de Dios mejor dicho, lo que hicimos fue correr a escondernos. Contamos las cosas como sucedieron pero al otro día la prensa le agregó que éramos facilitadores de la guerrilla, no sabemos todavía quién hizo esos comentarios o si se debió al amarillismo de los periódicos que siempre lo utilizan para vender, aunque dudamos mucho de los militares que allí estuvieron porque para ellos como que la situación era otra página igual escrita en la misma historia de Colombia por más de 70 años. Lo cierto de todo es que nos tocó salir de nuestra tierra y hasta ahora no hemos podido regresar.
Después de que aquellos bandidos asesinaron a mi mamá, a mi papá y a mi hermanito, y se llevaron a mi esposo Javier y a mi otro hijo Camilo, de apenas catorce años, son tan infames que le echaron candela a la finca y al ganadito que teníamos para sobrevivir. Debido a eso me tocó coger el niño y venirme para el pueblo. En Abejorral me hospedé por tres meses en la casa de una amiga, pero de todas maneras, también los amigos con el tiempo, de cargarlos tanto hieden… hasta que un día me di cuenta de que mi amiga estaba teniendo muchos problemas con sus padres por culpa de nosotros, pues al fin de cuentas no quedamos con nada y entonces, económicamente no les podíamos ayudar, es decir que estábamos de arrimados en una casa ajena, que ni siquiera era de mi amiga. Resolví entonces volver a la finca, pero mi hijo no me siguió, lacónicamente me dijo que él por allá no volvía, que ni muerto quería volver a ver el horror de cien días atrás, que más bien se iba para Medellín, de pronto por allá conseguía algún trabajo, fueron muchos los ruegos que le hice para que no se fuera, pero resolvió marcharse y de él tampoco se nada hasta el momento.
Cuando uno está mal se le cierra muy fácil el mundo; yo para esa época no veía tres centímetros más allá de mi nariz; no estaba recibiendo ayuda de nadie, fui varias veces a la Personería de Abejorral y me calificaron como desplazada pero nunca me prestaron ninguna ayuda, nunca me regalaron un pedazo de panela, mucho menos un peso. ¡Una simple hoja donde
la califican a una como desplazada no sirve para nada!... con nosotros los desplazados por la violencia, lo que hace falta es más acción y menos cuento, porque tengo muy entendido que los “desmovilizados” sí reciben ayudas y muy buenas, ¡pero nosotros cada día estamos peor! Bueno, lo cierto del caso fue que regresé a la finca del Jordán y encontré todo desparramado, todo estaba maltrecho; no me explico si fue que después los asesinos regresaron a acabar con todo o si las cosas fueron producto del vandalismo, pues al fin de todo, a los vecinos fue a quienes les tocó enterrar seguramente los animales y entonces la casita quedó tirada al garete… todo se nos perdió, lo único que hice antes de salir de la finca fue limpiar la sangre de mi familia y acomodar un poco la casa, como para que la vida de mis seres queridos no quedara por ahí en la penumbra, vagando en espera del descanso eterno. Cuando regresé allí por única vez, ya el cocuy se había metido a la casa, y eso que apenas habían pasado como tres o cuatro meses, no recuerdo; lo cierto del caso fue que entré y ya faltaban muchas cosas; el abandono era evidente, de pronto escuché bramar en el potrero a Prieta, que era la vaquita preferida de mi mamá y que poco antes de aquella catástrofe había parido su primera ternera, corrí a verla e inmediatamente me reconoció. No observé su cría por ninguna parte, a lo mejor también la quemaron aquella infausta mañana; no me pregunté quién la estaba cuidando y ordeñando, pues al fin de cuentas era nuestra, así que fui hasta la troja, llorando, y saqué de allí un lazo, la até y cabestreada me la iba a traer para el pueblo, pensaba venderla porque no tenía sentido dejarla allí nuevamente abandonada, sabiendo que me había tomado la molestia de regresar a repasar la escena del crimen. Lo cierto del caso es que me traje el animalito y cuando ya alcanzaba la loma para empezar el descenso al pueblo, me alcanzaron tres muchachos que por sus vestimentas no eran campesinos y mucho menos del ejército; me preguntó uno de ellos, el más joven:
–¿Para dónde va?
–Para el pueblo– Le respondí lacónicamente, porque ni siquiera se dignó ninguno de
ellos en saludar –¡Voy para el pueblo!– insistí.
–¡Usted puede seguir el camino, pero la vaquita regresa con nosotros! –respondió el mismo que había preguntado, y no tuve más remedio que proseguir el camino de regreso sin mi vaquita, porque había tres armas de por medio en esta corta conversación.
Creo que con la violencia en Colombia se han escrito muchas páginas de intenso dolor, pero nadie siente ese dolor del desplazado, nadie se consiente del horror permanente de las víctimas, de lo contrario no sería la misma historia ni esta clase de situaciones se prestarían para hacer de la muerte un espectáculo que llena páginas y páginas de puro amarillismo. Ahora vivo en La Ceja, aquí tampoco he podido lograr nada porque igualmente la Administración Municipal cada día se desentiende mucho más del verdadero problema, por eso le dan mercados a quienes no los necesitan, porque así es la política, por eso hay quienes están sisbenizados en nivel uno o dos, teniendo casa propia y finca; pero con una no hay caso, al fin de cuentas dizque no soy de La Ceja ni me parezco a nadie, pero como colombiana, como antioqueña, como hija de Dios, creo que sí merecería alguna ayuda, al menos un apoyo para ponerme a trabajar. Aquí en La Ceja hay programas buenos para los desplazados, especialmente para las mujeres, pero como que una tiene que estar en la rosca para que le ayuden. Lo que si he encontrado aquí son vecinos muy buenos, la gente es muy caritativa; es que si no fuera por la caridad de la gente ya me hubiera muerto de hambre, por ahí me dan ropita para lavar y planchar y prácticamente con eso vivo. Últimamente he estado muy enferma y por eso a veces no alcanzo a conseguir los tres mil quinientos pesitos para pagar la piecita donde duermo y entonces tengo que amanecer en la calle, por ahí donde me coja la noche. Ya estoy vieja para lograr que me den trabajo en alguna parte, además como campesina que soy, nunca aprendí un oficio diferente a las actividades del campo, se ordeñar, rajar leña, cocinar y cultivar la tierra, pero nunca me imaginé sobreviviendo en la ciudad, aquí todo es plata y rosca, si no estás en la rosca, nada hacen por ti, además esa clase de oficios que yo sé, no sirven para nada en la ciudad. Aquí me he encontrado con muchos paisanos abejorraleños, inclusive hay uno dizque de candidato a la Alcaldía, pero yo de eso no entiendo nada, dicen que es el más opcionado y si es así, Dios quiera que le vaya muy bien, ¡a ver si le ayuda a los paisanos más desamparados!
Aunque ya no me interesa saber qué pudo haber sido de esas tierras por allá en Abejorral, sigo añorando que regrese la paz a Colombia, que no molesten más a los campesinos, que nosotros merecemos vivir tranquilos pues al fin de cuentas somos quienes cultivamos la comidita para todos; nadie come balas, ni todos se han preparado para disparar un arma, mis padres nos enseñaron a trabajar la tierra, a ganarnos la vida honradamente sin hacerle mal a nadie, y aquí no se trata de criticar sino de contarnos las verdades, porque de lo contrario todos los procesos de paz que se emprendan van a terminar en lo mismo, en puro bla, bla, bla.