Lección número uno para aprender a leer

Inventario de cosas elementales

La Ceja del Tambo es algo así como la mesa rústica sobre la que mamá preparaba los mejores manjares de nochebuena, mi perro ladrando en el solar y arañando la puerta para que le abran y pueda saludar no a su amo sino a su amigo leal. Jamás se le han podido fijar límites a La Ceja todo porque se prolonga mucho más allá del Valle de San Nicolás, viaja hacia el norte y se confabula por allá con las estrellas y las montañas azules para entregarnos cada mañana paisajes de silencios, tan silenciosos, que podemos escuchar complacidos los trinos de los pájaros y el susurrar de Dios en el correr libre de las aguas cantarinas. No conozco otro paisaje más hermoso que el pintado por el sol en las mañanas, por este oriente cuyas tierras no son miserables para nada; lo prueban las grandes mazorcas de maíz que parecieran estarse desprendiendo por el peso de los granos, de esas varas delgadas y rectas como muchachas quinceañeras en su plena alegría adolescente.

La Ceja, es la más bella lección elemental de geografía porque en sus montañas aún respiramos aires de gloria y de libertad, pararse en el pico del corcovado por ejemplo y divisar desde allí el extenso valle, sin límites por demás, es sentirse uno propietario absoluto de la más hermosa paleta de colores naturales; no falta en las tardes, cuando cesa la lluvia, el regalo hermoso de un arco iris perfecto que corona como una reina la ciudad, de allá lo vemos y también del ochuval, en cuyas tierras que le circundan pasta tranquilo el ganado y se levanta ese olor característico de los potreros, las caballerizas y los establos.

No se hablar de La Ceja sino es para admirar su belleza, tan parecida a la de Aurora que le hace honor a las mañanas frescas de mi tierra cuando se sienta ante el espejo a acicalar su luenga cabellera o la de Patricia cuando sale a la puerta y a toda persona que pasa le regala una sonrisa de nácar, convencida ella de su genio y su dulzura encantadora. Qué decir de los niños que aún juegan trompo en la calle y elevan sus cometas en la manga del frente de sus casas, qué decir de los niños que aún andan a “pata limpia”, descalzos no por culpa de la pobreza sino porque les encanta sentir las caricias de esta tierra que todo lo da bondadosamente en abundancia.

Los amplios caminos que vienen desde las veredas, traen así, sencillamente, los canastos henchidos de frutos sabrosos y amor por el campo; en una sola mora cabe toda la pasión con que don Aurelio levanta el azadón y siembra las semillas, lleno de fe y de esperanza, convencido de que en la próxima cosecha le irá muy bien, porque cuando siembra encomienda su trabajo a la madre Natura y pone toda su paciencia en el corazón de Dios. Las delicias de los campos no tienen comparación; ellas ponen en nuestros paladares las frutas más exquisitas, los ricos manjares que con ellas se hacen y sobre todo, la paciencia de nuestros campesinos para esperar serenos día tras día, levantarse sanas las siembras; de ellas depende el pan para la familia, la educación para los hijos, el ahorro para los tiempos de escasez y para los calamitosos.

La Ceja no solo es del Tambo, es también de la gente que duerme serena bajo techos humildes, es de la niña que conoce su condición de niña y cuida su alma y su cuerpo, la del empresario que cree y abre espacios para el trabajo y persevera a pesar de las circunstancias adversas, sin dejar escapar el humor y la inventiva. Este nuestro cielo, el de la Ceja del Tambo, normalmente es azul, pero tanta diversidad de almas y condiciones le ha abierto espacio a otros colores y pensamientos, por lo que ya se nos parece a una paleta de colores en manos de un gran artista; para plasmar sobre sus suelos los más bellos acontecimientos de una gente creativa, paciente, solidaria y acogedora. No nos dejamos vencer de las adversidades y si caemos, gozamos de la suficiente dignidad para levantarnos con mayor optimismo y fe.

La Ceja del Tambo, esta piel que siento y vivo, estas lágrimas que guardo para los días de tristeza, estas carcajadas que brotan de lo más profundo de mi ser cuando la felicidad me sorprende, esta colcha de retazos cosida por mi madre, este verde extenso sin límites ni condiciones, este verde extenso como el amor de mis hijos y la paciencia de nuestras abuelas, han hecho de esta tierra un canto de amor a Dios, en la que siempre vale la pena hacer historia y levantarnos con las alas desplegadas al asombro de este suelo que abriga a todos sin ninguna condición.