María Zárate

María Zárate es una de esas tantas negras cuyos cuerpos enormes parecen haber sido tallados con las mejores maderas de la selva, únicas con la dureza adecuada para hacer de las esbeltas figuras femeninas la admiración más cercana a la lascivia de los hombres. De duras carnes y enérgica figura, María Zárate llegó a mi barrio como una desconocida más; no creo que atraída por el posible desarrollo de una actividad comercial, sino por el sueño de salir adelante con sus hijos a base de esfuerzo, de sudor y de lágrimas; porque también la vi llorar muchas veces, también la contemplé triste con los codos contra el mostrador de su tienda, sin saber a ciencia cierta si tanto sacrifico iba a valer la pena, pero después de pocos meses, logró ganarse la simpatía de los vecinos y con eso le bastó para salir adelante; porque valga decirlo, quién no se iba a dejar prendar de una negra azabache decente?, siempre feliz como si por dentro no la carcomiera lentamente la nostalgia, ese dolor en el alma que se siente cuando la violencia nos arrebata a los seres queridos.

Los ojos negros y grandes de María Zárate, revelan la mirada de una mujer sincera, la verdad de una mujer que a fuerza de empeño, “a Dios orando y con el mazo dando”, no se dejó doblegar por la miseria que viene siempre como consecuencia de habernos partido los brazos la ausencia. Esa energía acumulada en un cuerpo enorme y sincero me enseñó la paciencia de una madre abnegada y de una empresaria honrada que empezó tocando las puertas de las casas, ofreciendo unos buñuelitos pequeños con sabor a montaña y silencio.

Entre quienes podría decirse ganaron la simpatía de María Zárate, me debo contar como uno de los más privilegiados, no por reparar sin dejar de asombrarme su lúbrica humanidad que parecía salirse de sus ropas, especialmente sus pronunciadas caderas y prominentes senos, sino por no dejar de admirar su empuje, su fe inquebrantable y sobre todo, su dignidad femenina sin tacha alguna, porque cuando María Zárate llegó a mi barrio, fueron muy pocos los vecinos que no la identificaron con una desplazada más por la violencia; aunque en efecto lo era, porque según me enteré algunos meses más tarde, cuando tuve oportunidad de conversar con ella en una reunión comunitaria celebrada en la escuela, María Zárate era una viuda más, proveniente de uno de los municipios más bellos que tiene Antioquia, sin duda por su clima, su geografía, sus aguas y su gente; San Carlos de Priego, Antioquia.

Desde muy niña, sus padres, oriundos del Pacífico chocoano, la llevaron a vivir a San Carlos, donde creció libre e inocente entre matorrales y gallinas, bañándose completamente desnuda en las aguas cristalinas del río, venciendo lomas y praderas, y allí, por esas bondades de la vida, cuando alcanzó su madurez, conoció en el mismo río a un negro como ella que también había llegado a San Carlos de Priego en similares circunstancias, atraídos en otras épocas por la fiebre de las represas y las bondades del clima; y así, Cayetano y María Zárate se dieron a la sagrada tarea de llenar con hijos una casa inmensa como la luz del sol sobre las guacamayas que duermen en los árboles del parque de la plaza principal. Como que cada año, me contaba María Zárate, sacudían la sábana y caía un muchacho!!. Y dicho eso, suelta una carcajada tan enorme que de demorarse un poco más, podría tener tiempo suficiente para contar exactamente cada una de sus piezas dentales, impecables, tan blancas como los granos de maíz que se cuecen en el reverbero dispuesto al lado de un sencillo pilón y de las empanadas para vender en la tarde.

María Zárate, no es una mujer cualquiera, es uno de esos seres de los que todo hombre se enamora, no por la apariencia física, que muchas veces es meramente pasajera, sino por la energía que guarda en su interior, en el que caben todos los sueños y todos los amaneceres, en la misma humanidad que ninguna tempestad ha sido capaz de amilanar en tantos años y con tantas dificultades como las sufridas por esta fortaleza de mujer, represa incontenible de energía y perseverancia. Es que María Zárate es un caudal de agua fresca que salta estrepitoso por los cañones geográficos y se desprende por precipicios hasta buscar la serenidad propia de los valles y las ciénagas.

Lo cierto de todo lo que quiero contar se limita a hacer referencia a esta mujer silenciosa por dentro y enérgica por fuera, porque nunca hizo saber que se trataba de una desplazada más. Solamente el día que conversé con ella pude enterarme de su cruda realidad: allá, en esa casa tan grande que podía uno perderse, empotrada como una bendición en una de las tantas veredas hermosas que tiene San Carlos, bañadas por el río que lleva el mismo nombre, María Zárate vivía feliz con su esposo Cayetano y sus hijos, los que vieron crecer juntos, rodeados de gallinas, cerdos, vacas y terneros. En su pequeña parcela, en medio de los cultivos, se entregaba al campo y a la complacencia esta familia dedicada por completo al trabajo honrado, hasta que un día, la desgracia tocó a la puerta, y tuvo que contarle a muchos la tragedia común de tantas familias, tantas veces conocida, tantas veces difundida en revistas, periódicos y filmes extensos. María Zarate se consolaba diciendo que no era la primera familia víctima de la violencia, ni mucho menos iba a ser la última, que mientras existiera en los corazones de los hombres la ambición y la venganza, los pobres seguirían aportando sangre a la tierra como tributo a la desgracia y no a la vida que debería ser la ley universal. Sin embargo, cuando María Zárate aceptó la cruda realidad de encontrarse desamparada en el mundo, con tres niños de uno, dos y cuatro años, cogió sus pocas pertenencias, las echó a un costal y no encontró otro camino que venirse para Rionegro, Antioquia, a sentarse en un andén con un letrero, como muchos desarraigados más de esta tierra, a exponerle a todo el mundo con un sartal de garabatos escritos sobre una cartulina, que era otra desplazada por la violencia y necesitaba la ayuda caritativa de los buenos cristianos.

Así pasaron varios días, hasta que recapacitó en su verdadero destino, que no era el de estar mendigando la caridad ajena tirada en un andén, como si la dignidad también de esta manera se pudiera dejar mancillar. Su empuje, sus ganas de vivir, su capacidad de empresa y la energía de esta negra cuarentona echada para adelante, no era para terminar humillada, tirada en la calle, aguantando frío y hambre con sus hijos macilentos y mugrosos. Dios le había dado muchas oportunidades y no había desaprovechado ninguna; por eso, si ahora la fortuna le daba la espalda, guardaba todavía una esperanza más poderosa que cualquier cosa: la fe en Dios con la que nunca se sentía sola ni mucho menos impedida para luchar.

Decidió venirse para La Ceja, Antioquia, no a probar fortuna, sino a recuperar nuevamente del destino todo lo que le había quitado; un esposo, unos hijos y una vida, porque allá en San Carlos todo quedó abandonado: las tumbas de sus hijos y esposo asesinados, la casa incendiada, los cultivos y los animales…la finca por la que antes daban un dineral por ella, ahora ni regalada la querían recibir…talvez algún día quisiera volver, -me dice-, pero es tanto el dolor de lo perdido que escuchar el mero nombre de su pueblo le empaña los ojos de lágrimas y es tanta la nostalgia que se le ataca la respiración… Ay! Que dolor tan grande el de María Zárate, pero su alma blanca y noble, todo lo contrario a su piel negra, se sobrepone altiva ante las crudos embates de la realidad.

Cuando llegó a ubicarse en mi barrio, María Zárate tenía la plena convicción de que iba a salir adelante….como dije; en un principio no fue por todos bien recibida, pero esa blanca sonrisa de esa dentadura grande y esplendorosa, alegre y optimista permitió que le abriéramos todas las mañanas la puerta para comprarle los buñuelos que hacía en el portón del estrecho garaje que le arrendó a don Luis en un principio; valga decir que cuando María Zárate llegó a mi barrio, vino a ubicarse en un garaje donde escasamente cabía una cama, una mesita de noche y dos taburetes destartalados; sumado a que tenía que bañarse con sus hijos sobre la misma taza del sanitario, porque no había baño, escasamente una poceta para lavar la trapeadora. No me expliqué nunca como lo hizo, pero de esas pocas pertenencias con qué llegó, sacó la mesita de noche a la puerta del garaje y sobre ella puso un fogón de gas de un solo puesto, una paila y aceite, y así empezó una de las aventuras empresariales más prósperas que hubiera podido conocer en la vida: todas las mañanas, tocaba el timbre o las puertas de las casas vecinas y cuando le abríamos, nos saludaba con una sonrisa afable y jovial, optimista y alegre, como si el dolor no la carcomiera por dentro; acto seguido extendía su mano con la bolsita llena de buñuelos aún humeantes; -están calientes para el desayuno-, decía; ignoraba el sueño que aún pendía de nuestros parpados y muchas veces hasta con enojo le hacíamos saber que no nos interesaba para nada sus buñuelos; no obstante fue tanta la persistencia de esta mujer, que no cambió para nada su semblante: todas las mañanas, la misma sonrisa fresca, el mismo optimismo, la misma alegría tocaba nuestras puertas y terminó por convencernos con sus saludos matutinos hasta aprender a desayunar con los humeantes y esponjosos buñuelos de María Zárate.

Pero la historia no termina aquí; al poco tiempo María Zárate se dio cuenta que en nuestra mesa del medio día, no podía faltar la ensalada, entonces empezó también a pasar a las horas del medio día, antes del almuerzo a ofrecernos su deliciosa ensalada de repollo picado con zanahoria, arvejas, aceite y limón, y quien sabe qué otros perendengues le echaba a la cosa, lo cierto de todo, es que también con el tiempo María Zárate nos acostumbró a sus deliciosas ensaladas del medio día, dispuesta de manera ordenada sobre una bandejita de icopor.

Esa mujer de rostro alegre y acentuadas facciones negroides, seguía escribiendo una nueva historia, palmo a palmo, sin desfallecer jamás en los intentos, con el mismo semblante y el mismo entusiasmo; tal vez por ello no nos extrañamos que con el paso de los meses, ese pequeño garaje se llenara de verduras y hortalizas incluso invadía el andén con verdosos racimos de plátanos; porque María Zárate se impuso la disciplina de irse todos los días para la plaza de mercado y de allí se traía los frutos de cotidiano consumo familiar: bananos, zanahorias, papas, tomates, huevos y otros más, y los revendía con la facilidad de un comerciante persa y así, en medio del hacinamiento que soportaba cristianamente con sus hijos, seguía perseverante y crédula, supliendo necesidades del barrio, hasta que de la noche a la mañana, María Zárate ya estaba arrendando un apartamento contiguo al local para ubicarse allí con sus pequeños hijos, dejando un espacio suficiente para montar una revueltería.

Caramba!..., a muchos se nos hacía increíble que en tan poco tiempo, ya esta señora hubiera realizado el capital suficiente para hacerse a un entable propio. Su negocio seguía creciendo como por arte de magia y los vecinos terminamos por acostumbrarnos a su forma de trabajar desde la madrugada hasta el anochecer, jamás viéndole el más mínimo asomo de cansancio, y por eso le profesábamos respeto y admiración; porque veíamos a María Zárate en la mañana con sus buñuelos esponjosos y humeantes; al medio día con sus deliciosas ensaladas, en el resto del tiempo con la revueltería, la que también en pocos meses se transformó en una tienda donde podía comprarse de todo, desde minutos de celular, llamadas telefónicas, chance, maquinas de afeitar, leche y hasta fiaos para los vecinos más serios y buena pagas.

María Zárate no descansaba; su orgullo era de tanta envergadura que pocos conocimos a ciencia cierta su historia real, de ella pareciera que tanta desgracia por la que había tenido que pasar no hubiese hecho mella en su dignidad, sin embargo, los pocos vecinos que nos acercamos a tan agraciada negra, alcanzamos a apreciar en esa mujer, muchas veces desmoronarse como un panderito al recordar la historia triste de su familia, la guerra sucia que la dejó sin esposo y que se le llevó tres hijos para la guerra, el suicidio de su hija de trece años, cuando fue violada por los mensajeros de la muerte, la desaparición de sus dos hijos mayores, de los que nunca nada se supo, pero María Zárate estaba ahí, dispuesta a entregar hasta el último aliento de su vida por sacar adelante lo que le quedaba de su familia, reconocía que ya no contaba con el apoyo de un marido, pero contaba con la fortaleza inculcada por un Dios bueno que no dejaba de ayudarle todos los días mostrándole caminos de amor y de esperanza. Fue así, como María Zárate, se dedicó a trabajar a brazo partido y a sacarle provecho a su talento de vendedora hasta que pudo, como por arte o milagro, hacerse a su propia casa en poco tiempo, ordeñando, recogiendo aguamasas, vendiendo verduras, revendiendo granos y rancho, haciendo chance, sirviendo minutos de celular y cuanto trabajo lícito pudiera hacer esta mujer con la energía de un batallón en la mañana.

Si María Zárate no se hubiera dado a la tarea de tocar puertas, hoy no sería una de las mejores vecinas con que el barrio cuenta, porque con su trabajo constante nos ha enseñado que los violentos jamás podrán acabar con la esperanza que se guarda en los corazones de quienes perseveran, de quienes asumen el reto de volver la tragedia una oportunidad más para salir adelante. La constancia siempre logra lo que la dicha jamás es capaz de alcanzar; tan cierto es ello, que María Zárate goza hoy de una nueva vida, al lado de un nuevo compañero, negro y esbelto como ella y quien por suerte tuvo la dicha de encontrar una mujer con la fuerza y la fe suficiente para mover montañas y abrir caminos de esperanza.