Los pedigüeños

La indigencia y la mendicidad parecen ser dos condiciones ineludibles en la idiosincrasia pueblerina. Cada localidad tiene sus limosneros propios y también foráneos, acostumbrados a hacerse competencia, leal o desleal, según como se la quiera tomar.
Los hay bulliciosos al pedir, y calladitos otros, casi inadvertibles cuando aparecen a la puerta; estiran la mano y permanecen con ella extendida hasta lograr el objeto. Unos agradecidos y otros poco gratos. Unos vienen desde El Retiro y otros son locales.
Algunos son verdaderamente necesitados y los demás lo hacen por puro vicio, para cebar los cerdos y gallinas de sus fincas en Canadá y Pontezuela. Hay a quienes les sirve sólo el efectivo porque es para beber y soplar. Sobre los más representativos podemos decir que…Hace muchos años el sueño matinal era interrumpido por el tilín tilín de la sonora campana que pedía del Jeep Willys parroquial, conducido este y accionada aquella por la pericia de Don Manuel Espinosa.
Estaba él encargado de recoger la limosna para los pobres, productos que eran llevados a “Coriace” y allí eran, hasta donde se supone, equitativamente distribuidos entre los beneficiarios, feligreses que acreditaban su buen vivir y sus sanas costumbres.
Como era tarea de los lunes y a la hora precisa de entrada a las escuelas, padecía Don Manuel las mortales impaciencias causadas por el atrevimiento de los pelafustanes, quienes al menor descuido y sin regateo, hurtaban del trailer o remolque, los plátanos maduros y pintones, lo mismo que los trozos de panela para golosina y desperdicio.
Crisantado, menos osado que Don Manuel y al paso de su perezoso burro, realizaba similar tarea en beneficio propio y de sus compañeros de asilo. Su jumento tenía vicios peculiares como el de comer papeles y cartones, sustraídos de las canecas de basura y obtenidas de la “bondad” de los escolares, a quienes les importaba poco mutilar desde el cuaderno de tareas hasta el de Ciencias Naturales, para, con sus hojas, saciar el hambre de la incansable bestia.
Margarita, La Chonta, ha animado su tarea de eterna pedigüeña con sus charlas desprevenidas para Alberto, mientras entre ambos devoran cuanto alimento cocido o precosido cae a su talego; entre tanto llega el momento de mecatear con el efectivo que ingresa a sus “arcas”.