El altar de San Isidro

El domingo más inmediato al ocho de diciembre, representaba para los habitantes de La Ceja, hasta hace algunos años, más que un día cualquiera, un domingo de mercado extraordinario. Los tenderos y dueños de los puestos en la plaza de mercado, sentían en sus cajones y en sus arcas la mella que les hacía una competencia “desleal” que un labriego, con una inmovilidad desafiante, portando una pala en sus manos y un sombrero permanente, les hacía desde un tablado instalado en frente de la Casa Cural.
Días previos, unas dos semanas quizá, don Víctor Álvarez, maestro vitalicio de la locución y los remates, se empezaba a preparar para el duro trajín de la jornada anual. La s comisiones encargadas para incrementar la devoción y para hacer aflojar a los más amarrados, trabajaba desde los primeros días de noviembre y para la víspera del gran remate, ya tenía a su favor gigantescos arrumes de maíz de varios colores y calidades, con gorgojo o sin él, en tuza o desgranado, donado a regañadientes o con mucha fe y devoción al Santo.
Previo a la misa campal se efectuaba el desfile precedido por pancartas y banderas completamente cubiertas de billetes que, procedentes de veredas y vecindades de la población, ingresaban a la plaza portadas por los presidentes de las Acciones Comunales, en señal de abundancia de bienes y de amor a los pobres. Puede asegurarse que de la miscelánea de animales que poblaban en cruel hacinamiento el corral que se implementaba debajo del tablado, podría extraerse una variada fauna doméstica, tan surtida como compleja, que hasta incestos y degeneraciones de razas podían ocurrir.
No era raro ver el conejo padrón persiguiendo al cabizbajo perro que se mostraba atribulado porque su amo lo donó por viejo y sarnoso. Las gallinas hacían perfecta amistad con los gatos y curíes o con los patos y gansos sofocados por no estar en su hábitat natural.
El inventario de huevos depositados o descargados por las aves al promediar el día, era bastante complicado, pues se hacía difícil para establecer cuales eran de pata, de gallina, de paloma romana o de loza. Lo mismo ocurría para establecer qué clase de estiércol era el que llevaba en su lomo el desalentado cerdo que apenas sí se movía en tan enmarañado recinto.
Así avanzaba el agitado día al son de “A la una …a las dos…y….a las fiiiiiiii….tres” pregonado por don Víctor para anunciar que ya el mejor postor se había hecho acreedor a la perrita o a la auyama, a la libra de mantequilla o al racimo de guineos. Hoy por hoy, apenas se observa a las once de la mañana, dos o tres escuálidos terneros, otros tantos perros y gatos en exilio forzoso y un orejicaído conejo que no alcanza a percibir la amenaza de sus compañeros de celda. Así, el Altar de San Isidro pasó a ser sólo historia porque como dice el refrán, que “El palo ya no está para cucharas”.