Año escolar en Justo Pastor

La presencia de Miguel Zapata como maestro raso inicialmente y luego luego como director de la escuela “Justo Pastor Mejía”, estuvo rodeada de acontecimientos peculiares y anecdóticos, como para que, de no haber sido por su intempestiva desaparición, hubiera él dejado un buen libro lleno de casos, cosas y experiencias.
Recibía en los comienzos del año, en su sala de dirección, a las madres que angustiadas, no veían otro lugar más propicio para enclaustrar a sus pequeños insoportables. Escuchaba él atento los casi sobornos de las señoras suplicantes: “Recíbamelo sin cumplir los ocho, este año los cumple. Es que no tengo con qué entrarlo donde los Hermanos, que sí reciben hasta seis”.
La respuesta positiva se hacía esperar pero llegaba aunque con previa advertencia de no contarle a nadie, hecho que se repetía con muchas señoras, las que terminaban siendo compañeras como acudientes y hasta se contaban el mismo “secreto”.
El año lectivo se iniciaba con todo el entusiasmo del caso: programación general de actividades, incluyendo las caminadas de un miércoles por cada mes, a los alrededores del pueblo, paseo didactico que era aprovechado para la recolección de ejemplares y muestras de los reinos de la naturaleza. Así, se llenaba la escuela al día siguiente del más variado inventario de presentes, potencialmente coleccionables: grillos, lombrices, pichones de afrechero, ratones de agua, mariposas rojas, blancas y amarillas, camaleones y lagartijas, gusanos flechados, sardinas, corronchos, renacuajos, arañas y cien pies.
Piedras, preciosas para los muchachos: calizas, de amolar, redondas, puntiagudas o irregulares, trozos de arcilla, azul, rojiza y blanca.
Además, todo un sartal de ramas y hojarascas de uvito, sietecueros, colchón de pobre, musgos, pinos extranjeros hurtados de cualquier vivero del camino, frutas de eucalipto, marrabollos y otras muchas especies con las que surtía nuevamente el herbario y el salón de ciencias de la escuela.
Para salir a Semana Santa, era sagrado en Don Miguel la inclusión de la escuela en el desfile de ramos, con banda de guerra y todo. Posterior a la procesión, venía la advertencia de la plaza sobre la necesidad de asistir a los diferentes actos con toda la cordura y modestia que estos requieren. Advertía jocosamente que cuidado con alzarle la bata a los apóstoles o con unir las ruanas de dos señores con un gancho de ropa o con pinchar el trasero más forrado con un alfiler.
Al regreso de Pascua, había en cada grupo por recomendación expresa de Don Miguel, una especie de evaluación gráfica de lo observado, para calificar en Religión. Era necesario entonces hacer un esfuerzo de caricaturista en potencia para presentar a Jesús en un burro o burra, a Pilatos medio mojándose las manos o a unos judíos fumando tabaco y con media de alcohol que forzosamente ataban a sus frágiles cuerpos los cargadores de turno (coteros de oficio) el domingo de Pascua en la mañana.
Para el día de la madre, era especialmente conmovedor la escena del niño huérfano y alicaído por la ausencia fatal de su progenitora, luciendo en el pecho un clavel blanco al lado del apuesto y alegre compañero que esperaba sólo el momento de estar en su casa entregándole a su mamá el presente fabricado con la ayuda de la Señorita Practicante en la clase; éste lucía, en contraposición, un hermoso clavel rojo.
Como mayo es el mes de la Cruz Roja, Don Miguel patrocinaba todo lo representaba dividendos para su filial en la escuela. Rifa de un conejo que sólo recibía caricias en lugar de zanahorias, palomos sin plumas en las alas para que tuviera que someterse a los vejámenes de los estudiantes, cuadros desteñidos de cualquier virgen o santo. Además, no faltaba la venta de minisicuí, jaruma, papas chorreadas y moresco, todo en bien de la Cruz Roja y en detrimento del bolsillo de los atormentados y colaboradores padres de familia.
Era acostumbrado en tiempos de Don Miguel, llevar la limosna para la sopa de los niños pobres el lunes al medio día. Esta costumbre se complementaba con la entrega de una astilla de leña, necesaria para la cocción de la leche “Klim” que entregaba entonces Cáritas, internacional con fines benéficos y que era trastiada en inmensas e incómodas ollas por los más indisciplinados de la semana a manera de castigo ejemplar.
Hay que anotar que para hacerse acreedor a la sopa o a la leche “Klim” era condición sino quanon ser pobre y ser aplicado.
El regreso de las vacaciones de julio era aprovechado para, en clase de lenguaje, hacer una composición literaria que incluyera las travesuras respectivas, cuidándose de no narrar las bañadas en la “Quica” o en los chorros del Seminario, las pajariadas y otros atentados contra la moral y contra la naturaleza.
Al aproximarse el mes del ahorro, era indispensable mostrar el marranito de alcancía, donde se comprobaba públicamente que se estaba practicando tan hermosa y productiva costumbre.
El final del año llegaba con los temidos exámenes orales, que representaban toda una tragedia y que a la postre estregaban toda una cosecha de conocimientos o un cúmulo de frustraciones a padres, a alumnos, maestros y, por supuesto a Don Miguel quien se preocupaba demasiado por el rendimiento de sus protegidos. Los galardonados eran muchos en el famoso “acto público” de finales de noviembre y recibían como premio material desde un libro de los Evangelios hasta una lotería o una pelota de letras, como para iniciar vacaciones.