La Cuna era José, José ya no existe

Cuando la policía llegó al lugar que el destino tenía reservado para la dantesca escena del asesinato de José de los Ríos, Emilia Martínez ya había sido testigo de la barbarie y de la sevicia del acto. Su presencia allí podía justicificarse plenamente si se tiene en cuenta sus antecedentes de madrugadora y rezandera. Era la última integrante de una dinastía de camanduleras por antonomasia quienes necesitaron en su vida prolongaciones de los días y partes de las noches para terminar satisfactoriamente los rezos y jaculatorias emprendidas y las cuales, según ellas “no se pueden suspender por que así si que nos vamos pa’ la paila mocha”.
Fue Emilia la primera persona que notó aquel día la ausencia de José en la puerta de la tienda de Rubén Villa, lugar donde habitualmente se situaba desde las siete de la mañana a ejercer su máximo acto de tacañería: afilar una inacabable minora sobre la ya irregular superficie de un vaso de cristal.
El acto de perpetuar la vida útil de su instrumento rasurador revela en sí una manía y capricho particulares pero, lo esencial de él, era que simultáneamente y con cierta malicia de pereirano en exilio voluntario, José se apresuraba a observar el paso de las señoras hacia la iglesia y de las colegialas para sus aulas; así deducía él quienes y en qué circunstancias pasaban, las que no lo hacían y las condiciones de las más cumplidas: a prisa, despeinadas o, simplemente mal maquilladas.
Era José de los Ríos el hombre bonachón y buena vida que un día, alagado por la exuberancia que brinda el paisaje del valle de La Ceja, decidió pernoctar por una vez en el mal habido hotelucho de doña Ester de Loaiza, donde se hace perfecta simbiosis con la indiscreción y armonía apacible con la pobreza, de tal forma que no es el hotel de cinco estrellas sino cinco o más veces estrellado, pero que habría de ser la última morada en vida de José.
De los Ríos era un buen organista, su milenario instrumento obstentaba galardones por su contextura y autenticidad vienesas pero, y mucho más, por la magnífica ejecución de su inquieto propietario y ejecutante. Había servido para interpretar muchas “Marchas nupciales”, “serenatas de Schubert”, “Siete palabras de Vivaldi” e incontables “Stabat Mater” de Paganini, en las frías tardes de sábado santo.
Pero el mayor éxito que se hubo de apuntar en su vida nuestro personaje con su órgano fue, innegablemente, la solemnización de la improvisada misa campal de desagravio a la hora de los gallos que la feligresía entre enardecida y entusiasta hasta la saciedad, le exigió que efectuara la noche inolvidable en que los sabuesos del F2 y la policía en Medellín lograron hallar fraccionada en mil pedazos escondida en un alar del cementerio de San Pedro, confundida con una nube de murciélagos, la corona canónica que monseñor Angelo Acerbi había colocado en las sienes de la Virgen del Carmen de La Ceja.
Sucedió que por amor y codicia por las joyas, por necesidad insalvable, por pura delincuencia o simplemente por física maldad para con los parroquianos, tres hombres decidieron permanecer ocultos en el templo por una noche, en la que tenían premeditado, calculado y decidido despojar a la imagen de su millonaria joya.
A los tres días, cual parábola de Jonás, el orfebre tesoro fue llevado al balcón de la casa cural para ser expuestos a la vista de los fervientes devotos.
La vida músico-contemplativa de José de los Ríos se veía estimulada constantemente por la presencia de ilustres personajes. Allí confluían políticos de la talla de Carlos Lleras Restrepo quien una vez rompió todo el protocolo de su visita a la población para venir a conocer “La Cuna de Venus” y su inquieto propietario a quien había oído mencionar desde los tiempos del movimiento revolucionario liberal y a quien admiraba en medio de sus movimientos de ministro y cuasi presidente.
Cochise Rodríguez y Ramón Hoyos fueron otros que prolongaron la ya estirada hilera de vehículos que hacían de los alrededores el lugar más concurrido y de la cuadra exacta el desorden más extraordinario por la cantidad de gamines que optaban por cuidar y lavar los vehículos a cambio de monedas más bien que asistir a los juegos de tejo que el hermano Remigio, llego de jolgorio y entusiasmo, combinaba con la entrega de dulces a sus “muchachos del alma”.
No necesitó José más que su fama de coleccionista numismático, regado como verdolaga en playa, para despertar la codicia demencial de los rateros del pueblo, los que acudieron sagazmente un 4 de febrero aciago a despojarlo de sus monedas milenarias y de sus billetes antiquísimos, dejando su alborotada melena mezclada con su sangre coagulada para que así una mañana de martes 13, Emilia Martínez, de paso para misa, decidiera asomarse por el postigo del gran portón colonial y viera que la alberca del patio central estaba casi seca, que los pájaros de colores ya no trinaban más, que las azaleas estaban marchitas, todo anunciando que, definitivamente, la vida de “La Cuna de Venus” era José y José ya no existía.